PRÓLOGO

La esperanza es muerte. Le dice el joven Valdimir al centinela.

—Has dicho la contraseña correcta —contesta a viva voz el soldado, entre el estruendo de la lluvia y el oleaje. Ante él se levanta una ola que se arroja con ímpetu ante la boca de la caverna donde ambos hombres están parados.

—Vengo a buscar refugio en las tierras de Savana, si el gran Salomeno me lo permite —declara Valdimir, el extraño viajero. Su rostro está entripado, azorado. Sobre su yelmo de cobre llueven gotas de mar. Tras él, debajo de donde vino, yacen unos arrecifes que se asoman por el mar como colmillos, vestidos con una espuma que se desvela con el ir y venir del oleaje. Entre el mar turbulento se tambalea un pequeño bote de madera.

—Escogiste la peor de las noches para embarcar en una travesía tan larga y peligrosa —observa el centinela—. ¿De dónde vienes?

—La ciudad de Antica. Vengo del continente del norte, Gálica —responde el viajero falto de aliento e impaciente—. ¿Me puede mostrar el camino, buen señor? Me urge conocer al ilustre Salomeno.

—Espera, espera —interrumpe el centinela al retener al extraño, que intentaba seguir hacia delante—. Esa no es la forma en que se hacen las cosas aquí. Tú esperarás en este lugar mientras uno de nuestros hombres te busca una escolta. Tenemos que interrogarte antes de que formes parte de nuestra comunidad.

El centinela hace llamar a otro soldado que está bien armado. Valdimir no dice nada, pero su cara se endurece como una roca.

—Nos ha venido a visitar…

—Valdimir… Valdimir de Antica —completa el viajero.

—Él quiere unirse a la tierra de Savana. Hágale llegar una escolta para que lo lleve al campamento.

—Lo haré de inmediato. Bienvenido —responde el soldado, tras lo cual hace un gesto reverente y se marcha.

—¡Ey, tú! Espérate aquí —le ordena el centinela a Valdimir, al ver que este pretendía seguir al joven soldado—. ¿Me estás escuchando?

—Sí —replica el viajero, desatento. El centinela lo nota ansioso.

—Por lo general, Salomeno hace llegar a las personas en grupos. ¿Cómo es que vienes solo, y con conocimiento de dónde queda la tierra de Savana?

Valdimir vuelve a ignorar la pregunta, manteniendo la mirada en el otro soldado que se aleja y pierde en la oscuridad.

—Me parece que no estás interesado en lo que te estoy diciendo, galicio —insiste el guardián, ahora con ojos suspicaces. De pronto, aferra la empuñadura de su espada.

—Vengo a servir a los dos grandes dioses —dice Valdimir.

—¿A cuáles? —pregunta el guardia, mientras aprieta el mango con más fuerza.

—Celes y Sulus.

—Para eso no tenías que venir hasta acá. Están allá arriba, visibles desde todos los rincones de este mundo.

—Dicen que han descendido de los cielos y que están aquí en Savana.

El centinela no dice nada, solo prensa los labios con ansias y observa al hombre que tiene delante con mucha atención.

—También he escuchado que son prisioneros —agrega Valdimir, empuñando a siniestras una daga curva que centellea con el reflejo de la Luna Menor, que asoma por la ventana de la caverna.

El centinela trata de apartar la espada de su vaina. Valdimir impulsa su brazo armado, pero antes de que le clave la daga en el pecho, una flecha se incrusta en la cabeza de su agresor. El centinela cae al suelo, revelando a sus espaldas a un hombre que está apoyado en un peñasco a la entrada de la caverna. En la mano lleva una ballesta; en su rostro, una maliciosa sonrisa.

—Os debo una —le agradece Valdimir—. Me había percatado de que me habíais seguido hasta aquí. No os preocupéis. Podemos compartir nuestro premio una vez…

Valdimir se percata de que el hombre que lo ha salvado no tiene intenciones de ser amistoso. Él sabe que ese premio que buscan no puede ser compartido, así que se precipita hacia el asesino con la ballesta al anticipar que lo va a atacar. Los dos extraños se enfrentan con sus dagas mientras numerosos hombres se adentran como cucarachas por la misma ventana que tanto Valdimir como el hombre de la ballesta habían utilizado, dejando en el mar una docena de pequeños botes y, a lo lejos, un barco más grande de donde estos provenían. Valdimir y su atacante están ocupados combatiendo y no prestan mucha atención a los invasores, que les pasan por los lados como celajes.

El hombre blande su cuchilla en dirección al cuello de Valdimir, pero él se escapa por debajo de su brazo para luego empujarlo a un oscuro túnel. Ambos se pierden en la negrura de la caverna; apenas se alcanzan a ver, solo escuchan sus jadeos y los truenos de los metales al golpearse con cada uno de sus ataques.

Los invasores se siguen adentrando en la caverna y se esparcen en todas direcciones. Entre ellos está Hamur, un robusto cazafortunas de Isris que proviene de las Islas Crestas. En sus colosales manos lleva un mazo de garnito rojo, un tipo de coral liviano de gran dureza; le ha servido para romper cráneos y esternones a lo largo de sus sangrientas expediciones. Hamur busca una salida y aligera su paso en una de las gargantas de la caverna. Dos invasores corren por sus alrededores. La mayoría huye de los demás, pero algunos se matan entre sí, pues son mercenarios que compiten por el mismo tesoro, y solo uno de ellos será premiado.

Hamur sale de la caverna pero patina con unas piedras lubricadas de fango y cae de espaldas, deslizándose sin control y con rapidez por un declive. Cuando logra detenerse y restablecer el balance, un asesino armado con una cuchilla se le tira encima, punzándole un riñón. Hamur rueda en lo que queda de la inclinación hasta que su cuerpo se desliza sobre un charco de agua. El hombre de la cuchilla se le acerca para terminar el trabajo, pero Hamur lo recibe con el pomo de su mazo, que quiebra sus dientes de un solo golpe y le hunde el cráneo.

Al escuchar que más personas se acercan, Hamur reanuda su marcha, dejando tras él un rastro de sangre que se disipa con el agua, al igual que sus pisadas. Está malherido, corre hasta que el mazo le pesa demasiado, y deja que se le escape de entre los dedos: un terrible error, pues a su siniestra está Sarsol, otro mercenario del gremio de los albaluces de Judá, en el continente de Gálica, que es infame; le tiene sin cuidado privar de la vida a un hombre que le da la espalda. Hamur no sabe de dónde ha provenido su muerte, cuando ya la alabarda lo ha atravesado. Luego de ponerle fin a aquella vida, Sarsol se precipita a tomar refugio entre unas rocas.

Sarsol no se resigna a morir. Viajó una gran distancia como para que todo termine ahora. Asesinos como él invitan al peligro y a la muerte a cada paso; entre más imposible y descabellada la hazaña, mayor su gratificación. Por lo general, un mercenario no goza de una larga vida, pero Sarsol ha sobrevivido muchas revoluciones solares. Cualquier hombre del oficio se habría ganado el respeto de sus semejantes por vencer por tanto tiempo a la muerte, pero él nunca ganó su suerte de forma limpia, y hoy no es un buen día para cambiar: la competencia es mortífera y muchos están tras la misma fortuna, la más maravillosa de todos los tiempos. Dos dioses vivos.

Sobre su cabeza, en la cumbre de una piedra, se revela la silueta de otro mercenario. De la negruzca figura se levanta un arco que se dobla y estira con fuerza mientras se distingue el astil de una flecha que se suelta y con lentitud persigue a su blanco. De pronto, parece suspendida y se eleva en un ángulo. La flecha toma vuelo hasta que se clava en la espalda de otro asesino que andaba a lo lejos, avanzando por un acantilado. La víctima se retuerce, cae al vacío y se pierde entre la niebla.

Sarsol cerca con sigilo la colina donde está el arquero, quien prepara una segunda flecha. El segundo disparo le da muerte a otro individuo que cruza un riachuelo. Al caer muerto, la corriente se traga su cuerpo. El arquero esboza una sonrisa que, de improviso, se tuerce cuando Sarsol lo apuñala por la espalda y no una vez: le hace sentir dos y tres estocadas del frío metal de su puñal hasta que lo deja descolorido en el suelo. Toma posesión del arco y la aljaba, y vuelve a refugiarse en la oscuridad.

A lo largo de su recorrido no se topa con más asesinos. La lluvia cesa y la noche se torna silenciosa, calmada. Sarsol se adentra en un pastizal que lo cubre de pies a cabeza. Presiente que está a salvo. Procede por la maleza hasta que un susurro detiene su paso. «Alguien viene», se dice, en su propio lenguaje.

Al asomar la cara entre las briznas de hierba, divisa a cuatro soldados a trote en sus cabaos, aquellas monturas cuadrúpedas de cuellos alongados, gran musculatura, testas finas y alargadas y grandes melenas que se extienden desde la cabeza hasta el lomo. Estos pasan a lo largo de una vereda. No son los mismos mercenarios que desembarcaron con Sarsol; son soldados de Savana, la escolta que le había prometido el centinela a Valdimir. Sarsol sabe que no los puede dejar escapar: si encuentran los cuerpos en el camino, le avisarán a la milicia de Savana y todo estará perdido.

Sin perder más tiempo, prepara su arco y dispara al cuello de uno de los soldados, que se queda colgado del lomo de su cabao. Este echa a galopar, azorado. El homicida desaparece de inmediato entre la maleza. Los otros soldados savanos se alborotan, preparan y extienden sus mosquetes. Comienzan a circular el perímetro para tratar de encontrar el origen del ataque.

Sarsol no quiere darles la oportunidad de que detonen sus armas: un disparo y en Savana podrían pensar que alguien había cazado a un coyote; dos traerían sospechas y, en consecuencia, más hombres. Se apresura entre la grama, prepara una segunda flecha, y atina al corazón de otro de los savanos. Uno de los guardias alcanza a ver a Sarsol y se apea de su montura. El corazón del viejo mercenario se agita con desespero al ver que el soldado le apunta con su mosquete y que a él no le queda tiempo para recargar su arco, pero entonces, una espada penetra el abdomen del soldado antes de que pueda disparar. La muerte se la ha regalado Ijab, otro de los mercenarios.

El savano restante no lleva consigo un arma de fuego, pero sí una jabalina, aunque se ha quedado sin el apoyo de sus compañeros. Ahora está ante dos asesinos que ansían ponerle fin a su vida. Agita su arma, tratando de ahuyentar a Ijab; esto le da a Sarsol el tiempo que necesitaba para armar su arco y acertar un tercer tiro, dirigido no al soldado, sino al colega mercenario que recién le salvó la vida y que, al ser un asesino habilidoso, representaría una amenaza mayor. Al haber gastado su ultima flecha, avanza con su daga hacia el savano, que trata de espetarle su jabalina, pero Sarsol hace una pirueta y se le escapa por el flanco derecho. El soldado dirige la punta de su arma al cuello de Sarsol, pero este la evade una vez más al desplazarse por la tierra y aprovechar el impulso para enterrar la punta de su puñal en el estómago de su enemigo, desmontándolo de su cabao. El soldado gime, luego grita cuando su homicida le hace un torniquete que le desgarra los intestinos.

Victorioso, Sarsol se apropia de un mosquete y una espada. Armado, retoma su misión, cuyos riesgos conocía desde el momento de aceptarla. Iba a ser un acto de vida o muerte, siendo las posibilidades de perecer las más altas: o moría en manos de otros cazafortunas que compartían el mismo objetivo, o bajo el acero del temible Salomeno, conocido por sus víctimas como «La Serpiente Traga Hombres», desertor de las tierras norteñas, exgeneral de ingentes ejércitos y ahora amo y señor de la nueva tierra de Savana. Tanto Sarsol como los otros fueron contratados por el temible rey de Jobos, La’Mourg, para eliminar a Salomeno, no por temor, sino porque este tiene la custodia de dos dioses, instrumentos divinos de creación y destrucción: Celes y Sulus, los dos soles que el planeta orbita. La’Mourg sabe que Salomeno derribó reinos milenarios siendo un mortal y se pregunta, angustiado, de qué será capaz ahora que cuenta con ayuda celestial.

El rey de Jobos quiere a los dos dioses vivos, pero si no quedara alternativa y hubiera una amenaza debido a los poderes de las deidades, permitirá que sean aniquilados, siempre y cuando le lleven evidencia de los cuerpos, como las cabezas, por ejemplo. Aunque podían llevarle las de cualquier persona y tratar de engañarlo, el rey de Jobos está convencido que estas deberían denotar algún rasgo divino que las distinga de las de la gente común.

Las malas lenguas le contaron a Sarsol que, de atentar contra unos dioses, podría ser condenado a una vida de perjurios y maldiciones. La idea de una maldición no inquieta su corazón: una aventura como esta no la pueden contar muchos mercenarios, al menos no ninguno que él conozca. De tener suerte, podría tomar posesión de los soles y nombrarse él mismo el gran señor del continente sur. En el peor de los casos, si no toma en cuenta la muerte, obtendría la recompensa prometida por La’Mourg: convertirse en un noble, consiguiendo así el perdón de sus crímenes, y no tener que volver a levantar un dedo para trabajar, pasando el resto de su vida rodeado de riquezas.

Se le hace fácil fantasear; sin embargo, el trabajo está lejos de ser completado debido a que compite con una gran cantidad de interesados, de modo que hace marcha para llegar a Savana cuanto antes, pero una desagradable sorpresa lo obliga a detenerse.

—Os sugiero que no deis un paso más —le dice un hombre encapuchado que está parado ante un precipicio. A sus espaldas, al fondo de una llanura, ve un campamento repleto de tiendas y chozas. Savana.

Sarsol detiene su paso apresurado y apunta al extraño con su mosquete.

—Eso no sería una buena idea —sugiere el encapuchado con desdén—. A menos que queráis atraer a todo ese campamento acá arriba.

Sarsol no entiende lo que le dice, ya que el individuo habla una lengua que él desconoce. Reafirma su postura y enciende la mecha de su mosquete.

—Mierda... Me tenía que topar hoy con el más grande de los brutos —se queja el extraño con el pie en el borde del acantilado.

Sarsol tira del gatillo, pero el mosquete se queda atorado. El encapuchado se precipita hacia él, armado con una espada que ansía cortar carne. Sarsol bloquea el impacto con el metal del cañón de su mosquete y, al retroceder, logra empuñar su espada. Los aceros chocan, rechinan y se vuelven a pegar. Al hombre con capucha le urge acabar con Sarsol si no quiere atraer la atención de los soldados savanos, pero el viejo mercenario es demasiado hábil como para caer tan deprisa. Los dos blanden y truenan sus espadas por la subida de una colina. Sobre ellos, en el cielo, flotan cuatro menudas lunas, y más allá, cruzando a lo largo del firmamento, está el Arco de Páteras, un anillo brillante que rodea al planeta, el semidiós de la protección. Pero, ¿a cuál de los hombres protegerá?

Sarsol hace lo que puede por jugarle sucio a su enemigo. Para su infortunio, este hombre ha tratado con tramposos como él a lo largo de su profesión, y evita todos los engaños. El estruendo de los metales al chocar atrae a otros mercenarios que andaban por las vecindades y que, armados con garrotes, espadas y dagas, rodean poco a poco a los combatientes.

Sarsol siente un ardor en el abdomen. El encapuchado lo ha cortado, aunque no demasiado profundo. El viejo responde con una cadena de ataques que su enemigo cancela con facilidad. Con el uso de su cruceta, el hombre de capucha atasca la hoja de la espada, desarmando a Sarsol y obligándolo a retroceder por un elevado de piedra. Sarsol trata de resistir; el cansancio lo vence. Es demasiado tarde para el viejo, que jugó con la muerte demasiadas veces. El hombre encapuchado lo empuja al vacío. Unas piedras rompen su caída, quebrando sus huesos. Los dioses no le pertenecen.

—Gracias por el entretenimiento —le dice uno de los espectadores al encapuchado—. ¿Nos honrarías con tu nombre y el de tu gremio antes de que terminemos con tu vida?

El hombre, acorralado, da dos pasos hacia ellos, con un pesar al respirar. Al remover su capucha, revela un yelmo de cobre. El asesino de Sarsol mira al que había preguntado su nombre y contesta:

—Valdimir, del gremio de los cavilanes.

—¡Miren, es el cavilán! ¡Qué impresionante! —ríe otro de los asesinos.

—Ya no lo necesitamos. Me parece que va a requerir de todos nosotros para acabar con él, ¿qué creen? —dice un cazafortunas llamado Gemaro—. ¿Qué tal si dejamos de matarnos entre nosotros para hacer caer a un hombre de este calibre?

—Siempre y cuando regresemos a nuestros asuntos una vez terminemos con él —sugiere Gael, que está armado con un garrote.

—¡Dejémoslo todo a nuestras habilidades! —suelta un tal Esaúl con voz chillona—. ¡Aquel que quede en pie y termine con el cometido, se ganará a los dioses!

Valdimir agita la cabeza con desaprobación, frustrado y corto de paciencia.

—Eso haríais de ser un grupo de estúpidos. Mirad allá abajo —refuta cortante, señalando al campamento de Savana—. ¿Sabéis cuantas personas armadas hay allí? Las suficientes como para mataros a todos; ninguno sobreviviría. La única manera de que alguno de nosotros salga con algo en las manos, es si trabajamos juntos. Cuando estemos fuera de Savana, todo se vale, que gane el mejor.

—Yo no confío en ninguno de estos cerdos —opina Esaúl.

Valdimir envaina su espada y se pasea entre sus agresores desarmado, como si no le temiera a ninguno de ellos.

—Solo tened bien claro que no saldréis con vida de aquí trabajando solos. Estamos hablando de Salomeno y de dos dioses.

Digamo’ que tlabajamos juntos —intercede Serbio, con un fuerte acento de la región norteña de Canán—, ¿cómo vamo’ a coordinalnos? ¿Cómo sablemos dónde y cómo encontlalos?

Valdimir camina al borde del acantilado. Ahí escudriña la estructura del campamento de Savana: cómo se mueve la gente, qué tareas hacen, cuáles áreas son más transitadas y, sobre todo, sus puntos débiles.

—Trabajaremos juntos, sin excepción. Cada decisión la tomaremos mediante votos. Cualquiera que decida aventurarse por su cuenta debe reconocer el riesgo de su decisión, y lo eliminaremos sin traba alguna. En cuanto a los dioses, creedme que estarán bien protegidos. Donde quiera que esté Salomeno, siempre habrá guardianes bien armados. Tened por seguro que protegerán con gran diligencia a nuestra fortuna.

—Dime, cavilán: una vez tengamos a los dos soles, ¿estaremos libres de todo acuerdo? ¿Cada cual estará por su cuenta?

—Eso fue lo que dije: cuando tengamos custodia de los dioses, vosotros podéis seguir con vuestro deporte —responde Valdimir con una sonrisa que enseña todos sus dientes—. Sea lo que sea que decidamos hacer, debemos ponernos en marcha de inmediato, porque déjenme deciros que ninguno de vosotros fue prudente a la hora de llegar. Hay cadáveres por todas partes.

Valdimir rebusca dentro de un bolso que lleva consigo y saca un lienzo de cuero de gazibo enrollado. Cuando ve la curiosidad en los ojos de todos los presentes, lo desenrolla.

—Este es el hombre que buscamos: Salomeno, La Serpiente Traga Hombres —indica Valdimir al mostrar una pintura de un hombre de piel color caramelo, barbas y bigotes negros y largos, con greñas blancas. Sus ojos son de un azul tan frío que podría confundírsele con blanco. El entrecejo aparece fruncido, arqueado con largas cejas. La nariz es puntiaguda y la boca torcida carga todavía el coraje que traía del campo de batalla. El retrato lo muestra con una brillante armadura escarlata de garnito que solo llevan los soldados de casta alta. Sus manos muerden la empuñadura de una espada tan larga como él, pero tan estrecha como una lengua. Al fondo se vislumbra un campo sepultado en cenizas con cadáveres descoloridos regados por todas partes.

—¡Ja! ¿Ya se me acobardaron? —se burla Valdimir.

—¿De dónde sacaste eso? —pregunta Gael.

—Lo robé de una librería en Croya, la reconoceríais si visitarais una alguna vez —bufa Valdimir con sarcasmo—. Estamos tratando con uno de los hombres más peligrosos que podéis encontraros. Él descubrió estas tierras, desconocidas para el resto de los hombres vivos. Está formando su propio estado para levantar una rebelión en contra de La’Mourg. El rey asegura que Salomeno lo logrará con la ayuda de estos dioses, que «Traga Hombres» jura haber hurtado del mismísimo cosmos. Y recordad: La’Mourg prefiere a los dioses vivos.

Esaúl se acerca a Valdimir, curioso.

—¿Se pueden matar?

—Si creéis en esos dioses, os diría que no. Si sois como yo, que no creo en ellos, diría que sí.

***

Los mercenarios se ponen de acuerdo en que se dividirán en parejas con el fin de encontrar a La Serpiente Traga Hombres. Al decidir los grupos, Valdimir y el resto de los mercenarios hacen descenso de la elevación rocosa y se dirigen a las cercanías del campamento.

Savana no es solo un campamento, es también refugio de gente humilde y común: ancianos, hombres, mujeres y niños. Es evidente que los habitantes llevan pocos meses en el lugar, que está en las primeras fases de su organización.

—Esto va a ser mucho más fácil de lo que esperaba —le dice Valdimir a Teo, el acompañante que le fue asignado—. Parece que Salomeno se ha rodeado de la gente más pobre de estas tierras. Es como si me hicieran un mal chiste. Este hombre tenía el mejor ejército de todo Gálica.

—¿Cómo es que pudo terminar así, rodeado de esta gente? —inquiere Teo.

—Escuché que La’Mourg eliminó a la mayoría de su ejército, y es así como Salomeno escapó con lo que le quedaba a estas tierras.

—Vaya perdedor.

—Un perdedor no carga consigo dos dioses —asegura Valdimir con una carcajada—. El viejo Salomeno todavía es lo suficiente cojonudo como para asustar a La’Mourg. Solo él podría hacer tal cosa.

—Nada asusta a esa criatura —asegura Teo—. Nunca lo he visto, pero dicen las malas lenguas que cualquiera que lo contempla, vive el resto de su vida sufriendo pesadillas.

—Parece que La’Mourg, «El Pálido», también se desvela sufriendo sus propias pesadillas. Está pagando una fortuna por este trabajo. Tiene a sus hombres indagando en todos los rincones de Jobos, rebuscando bajo cada roca para dar con Salomeno y sus dos soles.

Valdimir desaparece detrás de unos arbustos que están cerca de unas yurtas.

—Solo yo pude seguir el rastro del Traga Hombres. Nadie tenía conocimiento de estas tierras que él ha bautizado como Savana. Me fue costoso descubrir su secreto para que vosotros, par de rufianes, me sacaran mis hallazgos mezquinamente.

—Todo se vale en este juego, cavilán. Debiste haber prestado atención a tus propias pisadas.

—O tal vez os tengo donde quería —ríe Valdimir—. Prestad atención.

Frente a los mercenarios se pasean dos soldados armados a galope en sus cabaos. Uno es un hombre blanco, pecoso y de cabello rojo, una rareza para las razas provenientes de Jobos y Gálica, donde la piel oscura predomina. Junto a él está Yázbet, una soldado que podría intimidar a cualquier hombre en una batalla.

—Ese hombre tiene una armadura real croyana. Debe ser cercano del Traga Hombres —indica Valdimir—. Si lo seguimos, puede llevarnos hasta él.

Valdimir y Teo saltan de emplazamiento en emplazamiento, ocultándose lo mejor que pueden hasta acercarse lo suficiente para poder escuchar.

—No os acerquéis más —ordena Valdimir—. Si queremos hacerlo, tendremos que mezclarnos con la gente de este lugar. Así que estudiad todo lo que veis.

—Le he dicho a Marcelo que hable con su hermano —escuchan comentar al hombre de cabello color rojo—. Necesitamos de más hombres que sepan usar el acero. No me gusta la idea de que estemos tan vulnerables.

—Estoy de acuerdo —contesta la mujer—. Llevamos huyendo de tierra en tierra mucho tiempo, desangrándonos de fuerzas con cada escapada. Este es el momento para reforzarnos. No había visto un lugar tan aislado y tranquilo desde que Salomeno me reclutó.

—Pronto partiremos a Nhur —comenta el hombre—, hablaré con Marcelo y le diré que aprovechemos ese viaje para reclutar más hombres. Que él se lo sugiera a su hermano; yo ya aprendí mi lección de nunca tratar de darle instrucciones directas a Salomeno.

Valdimir sonríe con malicia al escuchar:

—¡Ah! ¿Qué te dije? —le susurra a Teo.

Los soldados se ponen en formación como si esperaran a alguien importante. Un silencio profundo espanta a toda palabra; solo se escucha el crepitar de la madera al ser devorada por el fuego de las numerosas hogueras del campamento. A lo lejos, Valdimir y Teo oyen unos cuchicheos infantiles.

—Parecen ser unos niños jugando —musita Teo.

—Shh, calla —ordena Valdimir.

—Bueno sea, Arbitán —saluda una voz masculina y cordial, proveniente de algún lugar que los mercenarios no alcanzan a ver—. Os tengo una encomienda.

De pronto, un hombre de gran presencia se detiene ante los soldados.

—Salomeno —asegura Valdimir.

Su aspecto es indiscutiblemente el mismo de la pintura: alto, esbelto, con una postura y ademán refinados pero, sobre todo, con su famoso sable de virilio, una reliquia más rara que cualquier tesoro que alguno de los otros mercenarios hubiera llegado a ver con anterioridad.

—Bueno sea, Salomeno —responde el pelirrojo—. ¿Están las altezas listas?

—Bueno sea, Arbitán. Sí, están por llegar.

Al escuchar esto, Valdimir se entusiasma y hace un esfuerzo por ver a los dioses en la oscuridad. De pronto, se aparece la luz del alba y dos soles, Celes y Sulus, se asoman por las lomas de las cordilleras del Nirta, al norte del campamento. El sol más potente, Sulus, tiñe la mitad del firmamento de un tono coral y Celes, la del fuego más delicado y tenue, viste todo con su luz cobalto.

Las risillas infantiles se intensifican. Hablan un idioma que los mercenarios desconocen. Tras Salomeno se alargan dos sombras pisadas por dos niños pequeños: el de pelo afro se llama Arias, este empuña con gracia una pequeña espada de madera que agita en el aire con soltura, y Nira, su hermana gemela,  una menuda niña de cabello negro, largo y grifo que lleva un saco lleno de libros de texto. Ambos ensayan nukti, el dialecto común de Jobos.

La idea le llega de golpe a Valdimir, como si presenciara una revelación. Ahora todo le hace completo sentido y la verdad se le revela de forma fulminante, una verdad que decide y le conviene callar.

—¿Qué está pasando? —inquiere Teo decepcionado—. Vinimos a encontrarnos con un gran ejército y nos topamos con un pueblo cayéndose en pedazos. Buscábamos capturar a dos dioses y no hay tal cosa. ¡Nos han engañado!

—Os equivocáis —replica Valdimir.

—Bendecidos sean, niños de Celes y Sulus —expresa Arbitán, el hombre de pelo rojo, mientras hinca una rodilla ante Arias y Nira. Valdimir mira a Teo con intensidad y le asegura:

—Estos dos niños son los dioses que estamos buscando.

Poco se imaginan Salomeno, Yázbet y Arbitán que los están espiando, sobre todo a los soles gemelos, Arias y Nira, que junto a risillas inmaduras, intercambian oraciones en nukti para ver cuál de los dos domina más el lenguaje. Arias trata de hacerle trampa a su hermana, haciéndole cosquillas con su espada de madera.

—¿Podéis hacer silencio? —ordena Salomeno con firmeza—. Estoy tratando de darle a Arbitán sus encargos de hoy.

Arias guarda su espada y los hermanos se yerguen frente a Salomeno.

—Yo no hice nada. Fue Nira —asegura Arias—. Está presumendo otra vez con las palabras nuevas que aprendió.

—Se dice: pre-su-mien-do, bobo —se mofa Nira—. Tú siempre hablas más rápido de lo que piensas. ¡Ay!, apenas puedes hablar tu propia lengua, ¿y pretendes hablar nukti?

—¡Chafhur! —le espeta Arias amenazante, en ese mismo lenguaje.

—Pero, ¡qué atrevido! —se queja Nira, después de dar un grito ahogado—. ¿Cómo te atreves a llamarme así? ¿Esas palabrotas sí te las sabes? —y vuelve la mirada a Salomeno—. ¿Vas a dejar que Arias me llame…? ¡Tú sabes, ¿de esa forma, abba?!

«¿Abba?», se preguntan Valdimir y Teo con asombro. Saben que este es un término que suelen usar los hijos cuando se dirigen con afecto a sus padres.

—Ya, basta —silencia Salomeno—. No quiero escuchar otra palabra de vosotros dos hasta que regreséis a la casa esta noche. ¿Creéis que podéis cumplir con eso?

—Sí, abba —responden los dos al unísono.

Salomeno se vuelve hacia Arbitán, quien todavía ríe junto a Yázbet por la palabrota que le dijo Arias a su hermana.

—Arbitán, Yázbet, quiero que dediquéis el día de hoy a entrenar a los niños con los mosquetes.

Arbitán y Yázbet asienten y se acercan a los gemelos con dos cabaos.

—Y bien, ¿listos? —pregunta Yázbet.

—L-listos —tartamudea Arias, nervioso.

—Hoy me gustaría cabalgar con el pequeñín, ¿qué dice, señorito Arias? —juguetea Yázbet con cizaña, sabiendo que el pequeño sol vive enamorado de ella.

Yázbet encuentra al niño adorable, en especial cuando se le marcan los hoyuelos de sus mejillas al sonreír.

—Alteza, ¿le parecería bien cabalgar hoy con Arbitán? Así puedo cabalgar con su hermanito —le pide permiso la soldado a Nira.

—¡Me parece bien! —contesta Nira con una sonrisa pícara, siguiendo el juego.

Arbitán ayuda a Nira a montar su cabao. Yázbet, ya en la montura, se percata de que Arias está nervioso, con timidez de cabalgar con ella.

—¿Y bien? No me haga ir por usted —insiste ella.

El niño accede a acompañarla, algo retraído y avergonzado, pero con un soplo en el corazón que lo hace latir, feroz. Se arma de valor, sube a la montura y procura no presionarle los pechos a Yázbet con su espalda, cosa que se hace inevitable al momento que el cabao sale a trote.

***

Arias, Nira, Yázbet y Arbitán pasean entre las tiendas del campamento de Savana. A su paso se cruzan con los habitantes del pueblo, que comienzan sus quehaceres del día. La población es variada; Salomeno se dio a la tarea de ocupar las tierras con artesanos, costureros, carpinteros, ingenieros, filósofos, guerreros y hasta músicos provenientes de diferentes regiones. Nadie se queda sin cabida en su pueblo; desde el más noble hasta el más bárbaro es bienvenido siempre y cuando respete las reglas y le rinda pleitesía a los dos dioses que cuidan de todos.

Aunque Arias y Nira cruzan estas tierras todos los días, nunca dejan de quedarse estupefactos por su belleza, sobre todo por las formaciones de piedra, que les parecen como si vinieran de otros mundos. Hay tanto zonas desérticas como boscosas en estas bastas tierras conquistadas por Salomeno: a las montañas del norte, con sus alargados picos y profundos desfiladeros, les puso de nombre Nirta, y tanto estas como los misteriosos bosques del este, están rodeados y protegidos por una cordillera que se extiende desde la costa norte hasta la sur, privándole la entrada a todo intruso.

Arbitán y Yázbet detienen el paso en la boca de una poza que está entre una cascada y una quebrada, rodeadas estas por extensas paredes de piedra cubiertas de vegetación. El agua es de un cristalino color turquesa; hoy brilla bajo los rayos mañaneros de Celes, como si estuviese hechizada.

—¿Y esto? —pregunta Arias extrañado—. Salomeno no pidió que viniéramos aquí. ¿No se suponía que Nira y yo entrenaríamos con los mosquetes?

Arbitán sonríe, malicioso, tras apearse de su cabao con la niña.

—Su hermana me sugirió que hiciéramos un desvío al río, y como a Yázbet y a mí nos pareció que sus majestades no estaban interesadas en hacer la tarea que les asignó Salomeno, nos pareció que era una buena idea detenernos aquí para refrescarnos un rato. Como ustedes ya saben, sus deseos siempre van a ser complacidos.

—No sé si sea buena idea —insiste el niño.

—Ay, Arias. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Salomeno no se tiene que enterar —responde Nira.

—Siempre que dices eso, terminamos en problemas —reclama Arias, que se pone pálido al sentir las manos de Yázbet desmontándolo del cabao. El niño siempre la encuentra hermosa, pero hoy está más arreglada que de costumbre. Para su desdicha, ella no se ha arreglado para galantearlo a él, sino al pelirrojo Arbitán, a quien toma de la mano para llevarlo a la subida de la quebrada, más allá de la cascada, donde nadie podrá verlos practicar sus actos de lujuria.

—Arias, ¿quieres ir a ver lo que hacen? —le pregunta Nira esbozando una sonrisa traviesa.

—Qué asco, vete tú si quieres.

—Um, parece que estás celoso.

—Parece que eres una entrometida.

—Ay, bien. Cálmate. ¿Qué tal si nos vamos al agua? Debe estar rica hoy.

Nira ve que su hermano tiene la mirada perdida por donde Yázbet y Arbitán marcharon, así que aprovecha su despiste para empujarlo a la poza.

El niño cae de pecho al agua; el estruendo fue tan fuerte como lo que le dolió a Arias. Nira explota con una carcajada. Su hermano no lo toma a mal y ríe con ella.

—¡Anda, tírate de prisa! ¡Está calientita! —asegura Arias.

Nira se desviste y sin pensarlo dos veces salta a la poza, encogiéndose como una piedra.

—¡Eres un maldito! ¡Está helada! —gimotea ella mientras le salpica agua en la cara.

Arias y Nira son tan parecidos como son diferentes. Ambos tienen nueve revoluciones solares de edad, comparten la misma estatura, el mismo tono chocolate de piel, y un corte de cara almendrado, aunque Nira la tiene forrada de pecas y Arias sin ningún lunar visible. El cabello de la niña es frondoso, negro y grifo. Su hermano, por el contrario, luce un afro de cabellos ondulados que se torna rojizo cuando los rayos de Sulus lo impactan. La niña es flaca como un palillo; su hermano está algo más pasado de peso, todavía retiene algo de la grasa de cuando era un bebé, cosa que Nira suele recalcar para fastidiarlo. Entre estos detalles, hay un aspecto de los gemelos que los distingue de cualquier otra persona: el color de sus ojos. Son grises y pálidos, casi blanquecinos, delineados por un anillo oscuro que rodea las pupilas.

—¿Cómo te ha ido con Salomeno esta semana? —le pregunta Nira a la vez que nada alrededor de su hermano—. A mí me ha tenido loca con tanto trabajo. Tengo una torre interminable de libros en mi escritorio. —Nira se deja hundir en el agua, simulando que se ahoga—: ¡Es aburridísimooo!

—A mí me va peor —le contesta Arias—. Ayer se enteró de que yo cabalgaba la icotea. No me fue nada bien. Justo cuando estaba empezando a coger velocidad con ella…

—No es para menos. Esos pájaros no están hechos para montar. En verdad te estás buscando un buen golpe.

—Pues a mí me va perfecto maniobrando mi icotea. Un día te enseño y te llevo de paseo en ella.

—Emm, no, gracias. Suficiente tengo con los cabaos.

—¿Qué me dices de ti? ¿Salomeno te ha dicho algo nuevo sobre nuestro peregrinaje? Hace varios días que no lo menciona. —Arias mira a su hermana con tristeza—. En realidad, apenas me habla. Solo me da instrucciones y tareas.

Nira se queda callada.

—¿Y? —insiste Arias.

—Y ¿qué?

—¡Que si te ha dicho algo del peregrinaje!

Nira dirige la mirada detrás de su hermano.

—¡Dejamos los mosquetes! —exclama, cambiando a propósito la conversación—. No debemos olvidar que hay que hacer el aguaje de que estamos entrenando. Si Salomeno se entera de que nos escapamos, nos vamos a meter en un lío.

Nira sale de inmediato del agua en dirección a las armas.

—¡Ten cuidado! ¡No sabes usarlos! —le advierte Arias, saliendo también de la poza.

Mientras los pequeños dioses discuten, los dos mercenarios, Valdimir y Teo los miran desde una colina entre la maleza.

—¡Echa para allá! Yo puedo sola —le vocifera Nira a su hermano.

—Muy bien. Pues dale, solo procura alejar el barril del arma de mi cara.

Entonces Teo ve que tiene ante él una buena oportunidad. Se le acerca a Valdimir y le dice:

—Parece que están solos. Este es el momento perfecto para agarrar a los niños y salir de aquí.

—No. Ellos no están solos —asegura Valdimir en voz baja—. Los cabaos de las escoltas están atados ahí. Deben estar cerca.

Arias dispara primero. Una llamarada verde emana de la punta del barril de su arma de fuego.

—No está mal para ser un bebé —bromea Nira.

—¿Sabes? No eres graciosa —le refuta Arias mientras prepara el arma otra vez.

Teo nota algo raro en el brazo del niño cuando carga el mosquete.

—¿Qué le pasa al muchacho en su brazo? Está maltrecho.

A Teo podía parecerle inútil, pero Arias muestra una gran destreza al preparar el arma.

—Mmm, ¿por qué habría un dios deforme?

—Todo tiene siempre una explicación, Teo. Quedaos callado, que quiero escuchar —musita Valdimir.

Arias apunta el mosquete al cielo y lo detona. Una chispa dorada sale de su barril.

—No sé porque te quejas tanto, Nira. ¿A ti no te gustaba leer esas cosas que te asigna Salomeno?

—Los libros de historia, exploradores y aventura, sí. Pero de política, geografía, religión y lingüística… ¡guácatela! ¡Para nada! —Nira nota que Arias no se ve convencido—. A ver, a ver. ¿Y tú no te cansas de darle estocadas a muñecos de paja con tu espadita de palo?

—No. Todo lo que nos enseña Salomeno es importante para su gran proyecto. Además, él me prometió que me enseñaría a usar una espada de verdad.

—Tú con una espadota... ¡eso sí que lo quiero ver! —ríe Nira, burlona—. ¡Ah, mierda! ¿Cómo se carga esta cosa?

—¿Acaso me engañan mis oídos? ¿Dices que necesitas mi ayuda? —pregunta Arias jocoso, mientras toma el mosquete de manos de su hermana—. No te culpo. Estas armas ya están obsoletas, pero es lo que tenemos aquí en Savana. Ahora, presta atención: primero abres este compartimento, luego buscas esta mezcla de granitos explosivos llamados macha. Mucho cuidado, que son altamente flamables.

—Querrás decir in-fla-ma-bles, tonto.

—Eh, sí —se corrige Arias—. De todos modos, pones la macha aquí. Cierras el mosquete. Tiras de esta manigueta tres veces para compactar la macha. Ahora tienes que preparar la lumbre... así. Con ella enciendes esta cuerda y la enganchas en esta palanca. ¿Ves qué sencillo? ¡Ahora solo queda apuntar y disparar!

—¿Así de simple? —bromea Nira, apenas pudiendo retener tanta información—. ¿Y es cierto que tú puedes hacer todo esto a trote? ¿Cómo es posible?

—Es un secreto. ¡No creo que exista otra persona que lo pueda hacer! —contesta Arias con aire presumido.

—El chico es precoz con el arma a pesar de tener ese brazo torcido —ríe Valdimir, mofándose de Teo—. Me parece que os ha hecho quedar mal.

Nira detona el mosquete.

—¡Ajá! ¿Viste como le di a esa piedra? —grita Nira exaltada.

Arias se echa a reír y le contesta:

—Lo que veo es que le diste a cualquier piedra. Pero seguro no era a lo que tenías intenciones de dar.

—Me conoces muy bien. —Nira sonríe y guarda silencio. Arias, que la puede leer por su mirada, nota que quiere decirle algo y no se atreve—. Oye, Arias —dice al fin—. ¿Te había dicho lo guapo que te quedan esos cachetotes? ¡Un par de revoluciones solares más, y Yázbet los encontrará irresistibles!

—¡Lo sabía!

—¿Sabías qué?

—¡Que me ibas a pedir algo!

Nira se encoge de hombros al ver que Arias anticipó sus intenciones.

—Bien. Vamos al grano —dice la niña, dándose por vencida—. Estaba pensando en hacerte una pregunta. ¿Crees que sería buena idea hacer algo para atrasar esos planes de Salomeno de enviarnos de peregrinaje?

—…

—¿Arias?

—¿Quieres atrasarlo un poquito? ¿O evitarlo por completo?

—¡Es evidente que tú estás listo para irte de peregrinaje al desierto del Énibes a enfrentarte a todos los malhechores con tu espadita de madera! Me pregunto, ¿cuánto pagarían un par de vándalos por esa melenita preciosa que tienes? —inquiere Nira al tiempo que despeina a su hermano.

—¿De qué serviría tu vida si no cumples tu encomienda del peregrinaje, Nira? Abba nos ha entrenado una vida entera para liberar a Jobos.

—Pues a mí no me importa no cumplir con tal encomienda. Mucho menos defraudar a Salomeno.

—Nira, yo sé que es fácil para ti defraudar a abba. No te cuesta nada. Sabes que eres lo más valioso que él tiene —admite Arias lastimero.

Nira le responde a su hermano con una mueca, e imita su voz de forma burlona:

—«Eres lo más valioso que tiene, mientras que yo siempre estoy tratando de demostrarle que soy un varoncito, que puedo conquistar al mundo entero yo solito. ¡Yo, “Arias el Grande”, dueño y señor de los ocho desiertos! Hijo de Sulus y “bla-ble-bli-blo-blú”». ¡No seas bobo, Arias! Siempre te estás menospreciando. Sobre todo con Salomeno. Él nos ama a los dos tanto como yo te amo a ti, no me obligues a cogerte lástima.

—Estos dioses se ven demasiado apegados a sus captores, si es que en verdad son prisioneros —argumenta Teo—. Algo no encaja aquí.

—¡Callad y observad! Allí, tras esas piedras que cercan la quebrada.

Teo ve de inmediato lo que Valdimir señalaba. Es Esaúl, otro de los asesinos, que anda solo. Se acerca sigiloso hacia los niños.

—La obsesión de abba con esto del peregrinaje va a hacer que nos maten allá afuera. —Nira carga el mosquete—. Hace tiempo que no nos sentíamos seguros en un hogar y apenas llevamos pocos meses aquí. Quiero disfrutar el silencio tanto como nos dure.

El mercenario sigue acercándose a los gemelos. Teo y Valdimir están ansiosos.

—No se detiene, ¿qué hacemos? —farfulla Teo.

—Esaúl va a sabotear nuestra operación. Se quiere llevar a los dioses para él solo.

—¿Estás seguro?

—¿Veis a su compañero por alguna parte? Dadlo por muerto. Esaúl nos ha traicionado. Él no va a poder escapar con esas dos escoltas en los alrededores y lo echará todo a perder. —Con estas palabras, Valdimir desaparece entre la maleza.

Nira detona el mosquete y este truena.

—Lo que yo propongo, hermanito, es que echemos a perder adrede las tareas que nos asigna Salomeno.

—Sí, sí, Nira —dice Arias, desinteresado—. Echar a perder adrede para ti significa dejar de leer, para mí sería dejarme caer de culo de mi cabao y permitirle a Salomeno que me pegue cocotazos con una caña de ajoba. Me parece bien justo.

Nira ríe y reconoce que su hermano tiene un buen punto.

—Tienes razón. Pero valdría la pena. No me mires así, es un chiste, Arias. ¡Bah! Déjamelo a mí. Solo basta que uno de los dos fracase para que no nos manden a esa tonta expedición.

—Hablas como si hubiera estado de acuerdo con tu tonto plan. —Arias pone su arma en el suelo, sin percatarse de que Esaúl está a pocos pasos, agazapado tras la cortina de agua de la cascada.

—Yo pienso que es una locura —comenta Nira—. El Éspides no es un lugar apropiado para dos niños. ¿Cómo espera Salomeno que unos críos liberen a Jobos?

—Pero es que no somos unos simples críos. Somos dioses. Y si la gente de Jobos no está lista para recibir a dioses nuevos, los tomaremos por sorpresa. Mira allá arriba.

—¿A qué? ¿Te refieres a Páteras? —responde ella, refiriéndose al anillo que cruza el cielo a lo largo del firmamento, un semidiós que, según Salomeno, los protegería a ellos y a todo aquel que los acompañara—. ¿De veras crees que es auténtico y que vela por nosotros?

Tan pronto el rostro de Esaúl se desvela entre el telón de agua, los brazos de Valdimir se le enroscan alrededor del cuello, y lo regresa al interior de una gruta tras la cascada. La vida de Esaúl se ahoga a sordas entre las robustas manos del cavilán, todo sin despertar la sospecha de los dos pequeños dioses. Justo cuando Valdimir siente que todo vuelve a estar bajo su control, Arias interrumpe su sosiego.

—¡Alguien viene! —advierte Arias agitado. Su hermana levanta el arma con frenesí y la apunta a todas direcciones. Valdimir se queda inmóvil y en silencio; odia no tener visibilidad más allá de la cascada. Opta por quedarse callado y escuchar con atención.

—¡Muchacha, baja esa arma, que no he vivido tantos años como para que me mate una niñita como tú por puro accidente! —grita una voz gruesa en tono amistoso.

—¡Marcelo! —exclaman contentos los hermanos al ver a un hombre gordo que baja por una pendiente, acompañado de un niño y de su pequeño perro llamado Odot.

—Oh. Viniste con Aguín —refunfuña Nira, decepcionada.

—¡Guau! ¡Qué sorpresa verlos! —grita Aguín con ilusión, mientras baja a toda prisa.

El niño es flaco como una astilla, con unos ojos grandotes y unos dientes incisivos que parecen hachas.

—¡Mira, Marcelo! —señala Aguín—, ¡Arias y Nira están ensayando con los mosquetes! ¿Me dejas disparar también?

—No —espeta Nira.

—Sí —concede Arias sin problema.

—¡Siempre quise aprender a usar uno de estos! ¡Ay, disculpen! —se corrige Aguín, abochornado por su falta de modales. Retrocede tres pasos, se hinca ante los gemelos y recita:

—Bendecidos sean los niños de Celes y Sulus. —Una vez que Aguín termina de ofrecer sus respetos, salta apresurado hacia Arias, con mucho entusiasmo—. ¿Me enseñas a usarlo? ¡Se ve increíble!

Nira encuentra al pequeño Aguín insoportable, sobre todo por el fanatismo que le expresa a su hermano. Si un día a Arias le daba por aventarle piedras al techo de la casa de las viejas Meryl y Janés para volverlas locas, ahí estaba Aguín para hacer lo mismo. Si Arias caminaba sobre una viga haciendo malabarismos, ahí estaba también Aguín para seguir sus pasos. Cuando Arias no estaba, Nira encontraba a Aguín más desesperante, hasta patético. Le molestaba verlo perder el tiempo, como cuando lo veía aventándole piedrecillas a los pajaritos de la plaza o rodar como un tronco por las colinas, solo para llegar mugriento a casa. Día tras día, haciendo las mismas cosas mundanas. Ella sabe que Salomeno nunca les permitiría a ella o a su hermano perder el tiempo en trivialidades como esas… quizás hay algo de envidia en la manera en que ve al pequeño Aguín. A veces se pregunta cómo sería vivir una vida con tan poco peso. Con tan poco que pensar. Tan poco que hacer.

—¿Y ustedes están solos? —interrumpe Marcelo, ahora imponiéndose con un tono autoritario que nunca convence a los niños—. ¡Carajo! ¿En dónde está Arbitán y Yázbet? No se supone que los dejen solos.

—¡Estamos aquí! —grita Arbitán azorado, mientras baja deprisa del tope de la cascada al tiempo que ajusta su pantalón. Yázbet está más arriba, poniéndose la blusa.

—¡Cuidado que no te pinches el pajarito con el pantalón, colora’o! —bromea Marcelo entre carcajadas.

—Por favor, no le digas nada a abba, tío Marcelo —suplica Arias.

—Ya, ya. ¿Acaso me ves cara de chismoso? —argumenta Marcelo, solo para que los niños intercambien una mirada cínica—. ¡Bah! ¡No le voy a decir nada!

Marcelo se ha ganado el aprecio de los gemelos por encima de todos en Savana. Con cariño lo reconocen como su tío, pues en años de ausencia de Salomeno, cuando apenas tenían dos revoluciones, el tío tomó custodia de ellos. Salomeno suele rodearse de guerreros fuertes, pero no es el caso de Marcelo, quien por años ha sido su hombre de más confianza. Su hermano.

Marcelo es un hombre de cuerpo ancho y cuadrado, de baja estatura, que ronda las cuarenta revoluciones solares de edad. Muchos niños en la aldea dicen que parece un viejo saco lleno de papas. Todo es tosco y orondo en su cuerpo: los brazos, las manos, los tucos de la barba, que brotan como espinas de su redonda barbilla. También tiene vellos en el resto de su cuerpo; son largos, negruzcos y rizados. Hasta su entrecejo es velludo, pero no tanto como su bigote, que según Arias, podría confundírsele con una de sus axilas. Su pelo siempre está seco, pajoso, salvaje y revuelto, repleto de canas. La nariz no lo ayuda a verse más apuesto, ya que es grande e inflada, con muchas espinillas. Sus ojos son pequeños como dos aceitunas; en ellos siempre se vislumbra una inmensa ternura, en especial cuando le habla a sus dos sobrinos.

—¿Qué llevas ahí, tío? —pregunta Nira al ver que Marcelo carga unos canastos que penden de sus hombros.

—Lobillas —contesta Marcelo, refiriéndose a unos pescados—. Vine a la poza con Aguín para enseñarle a limpiarlos.

—¡Guácatela! —exclama Nira—, procuren no contar conmigo, entonces.

Marcelo avanza a la orilla de la poza y se sienta sobre una piedra. Luego mete sus manos gordas dentro de la canasta y saca una de las lobillas.

—¿Y ustedes no se suponen que estén entrenando?

—Fue idea de Nira —dice Arias de inmediato.

—¡Ey! —le grita Nira a su hermano, y le da un pellizco en el brazo. Aguín se ríe—.  Y tú, cállate.

—Ya dije que no le voy a decir nada a Salomeno —repite Marcelo. De pronto, los ojitos se le hacen grandes, llenos de asombro. Entonces ríe y dice—: ¿Pero ustedes creen que pueden engañarlo? ¡Ja! ¡Nadie engaña a ese viejo terco! ¡El único que logra engañarlo es Salomeno mismo! Permítanme decirles algo que sé por experiencia: cuando crean que están engañando a Salomeno, él ya los estará engañando a ustedes, haciéndoles pensar que son ustedes los que lo han engañado. ¿Me siguen?

—Eh… no —dicen Arias y Nira, confundidos.

—Miren: el truco con mi hermano es acumular uno que otro favorcito y luego… ¡Ja! ¡Fuuuuch! ¡Se dan su escapada! —exclama Marcelo agitando el pescado a todas direcciones—.  Últimamente Nira se está metiendo en demasiados líos con él. No me esperaba eso de ti, Nirita. Tú siempre has sido bien dedicada y obediente. Recuerden que cuando uno de ustedes la caga con el viejo, yo termino con la mierda encima. Cogiendo toda la culpa.

—Nira tiene miedo —insiste Arias—. Está tratando de sabotear nuestro peregrinaje otra vez.

—¡Arias! ¿Vas a seguir? ¡Cállate, imbécil! —grita Nira, dándole un puño en el hombro.

—¡Au!

—Ay, Nirita. Sabes que ya quisiera yo que fuese así. Pero nada convence a mi hermano de otra cosa. Les recomiendo que hagan lo que les pide. Así es como evito problemas con él.

—¿No crees que es una misión suicida para dos niños? ¡Y absurda! ¡Conquistar Jobos! —argumenta Nira, sacudiendo las manos.

—Tengan un poco de esperanza en ustedes mismos, ¿sí? —sugiere Marcelo.

—Salomeno nos enseña que la esperanza mata, ¿o no recuerdas? —objeta la niña.

—Bueno, sí. ¡Ay, no me jodan más! ¿No ven que Aguín y yo estamos ocupados?

Marcelo se vuelve hacia el niño:

—¡Ven, Aguín!

Marcelo agarra firme al pescado y de un solo tajo le abre la barriga. Luego forma un cucharón con sus dedos y comienza a sacarle las vísceras.

—¡Uhhh! ¡Qué asqueroso! —ríe Arias al ver lo que tiene la lobilla por dentro.

—Es hora de regresar al campamento, sus altezas —les deja saber Arbitán.

—¿Puedo ir con ellos? —pregunta Aguín con emoción, mientras da brinquitos alrededor de los gemelos.

—¡No! —brama Nira.

—Está bien —le responde Marcelo, para desdicha de ella—. Anda, chú. Prefiero hacer esto solo. ¡Ustedes dos, escúchenme bien! —se dirige ahora a Yázbet y Arbitán—: Que no se les pierda el camino de regreso. No se te vaya a perder dentro de los pantalones, colora’o.

—¡Yo quiero montar con Nira! —se ofrece Aguín con emoción en los ojos.

—¡Aaaa! —se queja ella.

—Bueno, niños, váyanse ya. Que Páteras me los bendiga y me los favorezca.

***

Arbitán y Yázbet dejan a Nira y Arias en su casa; Aguín se adelanta a la entrada, impaciente.

—Parece que abba no ha llegado —señala Arias.

—Recuerda no tocar nada, Salomeno tiene artefactos preciados y delicados —le advierte Nira a Aguín.

Al abrir el toldo de la tienda, la luz de Celes ilumina el interior, revelando un amplio espacio repleto de reliquias y tesoros provenientes de muchas partes del continente norte de Gálica y las Islas Crestas. Del techo y las paredes guindan varias alfombras confeccionadas por los más reconocidos sastres de la antigüedad de la gran ciudad de Croya. Aguín siente que visita un museo que lo transporta a través de los tiempos para presenciar objetos ya no reconocidos por la historia. En los alrededores hay muebles reales, joyas, reliquias, artefactos astrológicos, pieles de animales exóticos, armas, armaduras y escudos. En otra parte están expuestas una gran cantidad de pinturas y estatuas. No existe objeto dentro del hogar de Salomeno que no sea una obra concebida con la más alta calidad artística.

Todo causa una gran impresión en Aguín, pero nada evoca en él el tipo de sentimiento que le producen los libros. En su corta vida, el niño había visto demasiadas armas de fuego y de acero, pero nunca la existencia de un libro, y Salomeno tiene cientos de ellos, algunos con más revoluciones solares que las personas que habitan Savana.

—¡Guau! —exclama al ver un libro abierto sobre un viejo escritorio de madera.

—¡Cuidado con lo que tocas! —le advierte Nira—. Ese es mi escritorio, no muevas nada de su lugar.

—Déjalo tranquilo —le reclama Arias a su hermana—. ¿Qué daño puede hacer? Mira lo emocionado que está.

—Actúa como un bebé, míralo. Se supone que tiene nuestra edad.

—Es apasionado. No es su culpa que seas una apestosa.

—¡Nira! ¿Qué dice aquí? ¿Cómo se llama este libro? —pregunta Aguín con los ojos brillantes.

Nira camina hacia él con desdén.

Caminando del Énibes al Óspides y, en su vientre, la bestia de trece cabezas —le replica la niña, como si le costara demasiado trabajo hablar.

—Es el libro favorito de Nira —comenta Arias.

—Es una biografía de aventura, escrita por los mejores exploradores de todos los tiempos —indica Nira con altivez—. Los autores cuentan las hazañas vividas en una travesía donde cruzaron del Énibes, en el oeste, hasta el Óspides, el este de Jobos, sobreviviendo las penurias de las trece más peligrosas tribus del continente. Escrito por Ilvio Aote y Zabina Galiano.

—¡Guaaaau! ¿Por qué esos exploraciones tienen tantos nombres? —inquiere Aguín.

—¡Se dice ex-plo-ra-do-res! —corrige Nira, seca—. Y no son necesariamente muchos nombres, bobo. Son apellidos. Antes la gente los usaba. De esta manera se reconocía a qué familia pertenecías. Los pálidos acabaron con eso hace mucho tiempo. Los ancestros de La’Mourg borraron los apellidos y, al mismo tiempo, al linaje existente de la humanidad.

—¿Qué es un lineaje? —pregunta Aguín.

—¿Sabes qué? ¿Por qué no lo olvidas? Tu mamá debe estar preocupada por ti —le espeta Nira.

Aguín no presta atención a lo que le dice Nira, ya que se ha ocupado en examinar otro objeto.

—¡Guau! ¿Qué es esto, Arias? ¿Quién es la señora? —pregunta Aguín al ver el mosaico de una mujer. Se trata de pequeñas piedras multicolores pegadas sobre un pedazo de concreto, que al parecer fue extraído de algún lugar. La obra descansa sobre un altar.

—Es hermosa, ¿no crees? —responde Arias—. Salomeno nos cuenta que es una diosa antigua. La diosa de la vida. Él la llama «La Mujer». Como todas las obras aquí, son objetos olvidados. Salomeno a veces pasa horas observándola. A veces llora mientras lo hace.

—Las obras de arte provocan ese tipo de sentimientos. Para eso existen —agrega Nira.

—¡Shh! ¿Escuchan eso? —interrumpe Arias— Creo que abba acaba de llegar.

—¡Salomeno! —vocifera Aguín demasiado alto.

—¡Cállate! —gruñe Nira—. ¡Escóndete! Se supone que estábamos entrenando, no jugando contigo. ¡Métete bajo de la mesa y no digas nada!

Tras los niños, en las paredes de los toldos de la tienda, se dibuja a contraluz una figura alta de hombros anchos. Junto a él andan otras dos siluetas de hombres vestidos con armaduras. Los niños no alcanzan a escuchar la conversación, pero ven que los soldados le hacen al hombre una reverencia de despedida y se marchan.

El hombre es Salomeno, y este abre los telones de la caseta a espaldas de los niños; una luz rosada ahuyenta la oscuridad tenue de la recámara. Dos segundos más tarde, cuando el hombre deja el telón caer a sus espaldas, se vuelve a oscurecer. Nira se fija con disimulo en la figura de Salomeno, que se acerca. Arias no lo alcanza a ver, pero puede seguirlo con sus oídos al escuchar el pelo rozar suave por el techo de la tienda.

—¿Qué tal estuvo el río? —pregunta el señor de barbas largas.

Arias y Nira sienten un frío repentino en el pecho. El niño vuelve la mirada a Salomeno y le dice:

—¿Qué río?

—Ese mismo que dejaron en mi alfombra. Ese mismo que no tomaron el tiempo de limpiar.

Ninguno de los niños contesta.

—¿Y bien? ¿Cuándo pensáis dejar de jugar con vuestro mandato? Jobos no puede resignarse a esperar a que terminéis la infancia. Os lo he dicho muchas veces. Vosotros sois responsables no solo de este pueblo, sino de todos los demás por venir. —Salomeno le dirige el escarmiento a Arias, como si Nira no tuviera que ver con lo ocurrido.

—Fue idea mía, abba —admite la niña con firmeza—. Le ordené a Yázbet que paráramos en el río para jugar.

—Nira... —intercede Arias, tratando de detenerla.

—Es la verdad —concluye ella.

—Pues acabáis de admitir una peor falta. Abusasteis de vuestro poder. Habéis cometido vuestro primer paso para convertiros en tiranos.

—¿Qué? ¡Por Páteras, solo fuimos a jugar a un río! —protesta ella. Arias no se atreve a interceder.

—Para vosotros no existe tal cosa como pedirle un favor a Yázbet. Sabéis bien que una palabra de vuestros labios es una orden. Y abusasteis de ese poder. Hoy fue el río, y ¿qué será mañana? ¿Y el día siguiente? Es evidente que no tenéis la madurez suficiente para dar órdenes.

—Si eso te complace, no volverá a ocurrir —contesta Nira, con poca sinceridad. Arias, por otro lado, se siente aludido y algo herido. Sabe que de haber sido él quien hubiese admitido la falta, Salomeno le hubiera dado un mayor escarmiento.

—Ya podéis salir de vuestro escondite, Aguín —le anuncia Salomeno, sonriente.

—Bueno sea, Salo… ¡Au! —comienza a decir Aguín antes de golpearse la cabeza con la mesa al salir.

—Bueno sea, pequeñito. Ándate a vuestra casa, que me encontré de camino con vuestra madre y anda preocupada por vos.

—¡Como ordene, mi señor! —contesta Aguín, exagerando con sus modales—. Arias, Nira, ¿puedo acompañarlos mañana en el desayuno?

—No —dice Nira tajante.

—Sí —responden Salomeno y Arias a la vez.

—¡Gracias! ¡Hasta mañana! —se despide Aguín.

—No creáis que he terminado con vosotros —le dice Salomeno a los niños, que ya contaban con que habían acabado de lidiar con su maestro—. Queda un asunto más para el día de hoy. Amenoóh me pidió que pasara a su casa con vosotros. Tiene algo que deciros antes de la ceremonia que les tiene preparada para mañana.

—¡¿Amenoóh?! —se quejan ambos niños con pataleos.

—¿De verdad tenemos que ir? ¡Ese señor es demasiado extraño! ¡Y si te soy sincera, me da mucho miedo! —protesta Nira.

—Amenoóh es parte de Savana y de vuestra comunidad, y como a todo lo demás, tenéis que aprender a tolerarlo. Os beneficiaríais de su sabiduría si le dais la oportunidad. Y si sabéis diferenciar la habladuría absurda de la inteligente.

—Eso no me convence mucho —lamenta Nira obstinada—. ¿Al menos puedes convencerlo de que se ponga algo de ropa?

—Estar desnudo es parte de su cultura, Nira. No puedo pedirle tal cosa.

—Yo voy contigo —dice Arias, tratando de ser más obediente.

—Iremos todos. Ni una palabra más. Ahora venid, y recordad prestar atención a lo que él dice —instruye Salomeno, al tiempo que abre el telón de la salida de la caseta—. Él siempre está bien atento a todo lo que…

—¡Aaah! —gritan los dos niños al toparse en la salida de la caseta con un hombre flaco y huesudo que está completamente desnudo. Su cabello debería verse blanco, pero está amarillento y sucio, hecho enredos. Del tope de su cabeza nace una trenza gruesa que descansa como una soga sobre sus hombros, para luego enrollarse en su cuello, siguiendo su camino alrededor de sus brazos hasta terminar en su puño. En la punta de su trenza lleva amarrado un candil encendido. Su lumbre ilumina una piel rugosa, tostada y marchita, grisácea como si estuviera muerta. Pese a todo, sus ojos se ven apasionados y jóvenes, llenos de vivacidad. Su boca revela una sonrisa de dentadura intacta y perfecta.

—Amenoóh —dice Salomeno algo incómodo—. No esperaba verlo aquí. Estábamos por pasar por vuestra casa.

—Estaba al tanto —revela el viejo con voz áspera—, así lo ha dicho el Tiempo. Vengan.

—Creo que hubiera preferido un castigo de Salomeno —le susurra Arias a Nira.

—Espero que estén listos para mañana —dice el viejo mientras los guía a lo largo del campamento—. Va a ser un día crucial para su crecimiento. Mañana volverán a nacer. Nacerán del dolor.

Arias y Nira intercambian una mirada temerosa, sobre todo ella, que suele tenerle pánico a lo nuevo y lo inesperado.

—Bienvenidos a mi hogar —les dice Amenoóh de forma cordial a sus invitados.

—Guau, qué reguero —musita Arias, desanimado.

—Qué peste —agrega Nira.

Salomeno le propina a ambos un apretón de oreja.

—Perdonen los estorbos —se excusa el viejo del candil—, son preparativos para la ceremonia de mañana. Siéntanse como en su casa.

Su hogar es diminuto, está lleno de utensilios y chatarra. A donde quiera que los niños ven, hay químicos, cacerolas con sustancias extrañas de todos colores y hedores.

—Joven Arias, puede sentarse en esta silla. Tenga. —Amenoóh le sirve a Arias un tazón con unas sustancias calientes. Arias no lo encuentra nada apetitoso.

—¿Qué es? —pregunta el niño enmascarando un gesto de repulsión con una sonrisa falsa.

—Medicina. Para su catarro.

—No tengo catarro, señor.

—Para el catarro que tendrá mañana.

Arias y Nira vuelven a intercambiar otra mirada, esta vez de lamento, porque no quieren estar ahí.

—¿Y a qué se debe tan generosa invitación, Amenoóh? —interrumpe Salomeno—. Me llena de alegría que deseara recibir a mis niños en vuestra casa. Ellos se beneficiarían bien de vuestra sabiduría.

Amenoóh ríe con modestia.

—Yo no soy sabio. Esta vieja cabeza es bastante tonta. Pero sí poseo algo especial. Tengo la confidencia de la más conocedora de todas las voces.

Amenoóh se dirige a un anaquel con varios libros y toma uno de ellos. Es enorme, pesado y grueso. De súbito, lo avienta sobre la mesa, entre Salomeno y los niños.

—Hoy escribí la última palabra de este libro —revela—. Las cosas más importantes comienzan siempre en el momento más apropiado, y terminan en el más inesperado.

Amenoóh abre el libro. Para sorpresa de todos, está lleno de dialectos y garabatos.

—¿Qué es esto? Aquí no dice nada —inquiere Nira ya corta de paciencia.

—Esa pregunta que me hace, no se la puedo contestar. Pero sí puedo confiarle un secreto: su pregunta y su contestación, están ambas escritas en este libro.

Los niños piensan que al viejo Amenoóh se le ha estropeado el cerebro. Salomeno está comenzando a dudar si fue una buena idea llevar a los gemelos. Amenoóh se acerca a los niños y baja el tono de voz para que le presten atención.

—Nuestro mundo no está hecho por la historia. Esas son cosas que redactan los escribas en pedazos de papel para complacer a sus amos y a ellos mismos —dice despectivo—. Nuestro mundo está creado por vivencias. Por cuentos. —Al decir estas palabras, la llama de las velas destella en sus ojos apasionados, que se abren más y más con cada palabra—. Este mundo nuestro no pretende ser justo. No pretende ser honesto. Solo tiene verdades y mentiras. Por lo general, son las mentiras las que se dicen y las verdades las que se callan. Escúchenme con mucho detenimiento, porque en lo que me queda de vida callaré una verdad, pero les diré una mentira.

Amenoóh pasa sus dedos huesudos por las páginas del libro, sintiendo con la yema de sus dedos el trazo de las palabras.

—Este libro contiene la verdad absoluta. La historia única. Una que ocurrió y que todavía está en marcha.

—Pero acabas de decir que tu libro está terminado —argumenta Nira—. ¿Cómo es que sigue en marcha? Eso no es posible. No tiene sentido.

—Es posible, porque no está concebida por mí ni por ningún estudioso de los eventos de este mundo. Esta historia, como ya les dije, me ha sido confiada por la voz más conocedora de todas: el Tiempo. Me la ha susurrado a lo largo de los años. Eventos de suma importancia. Me los cuenta en el momento en que ocurren, antes de que nos ocurran, incluyendo esta misma instancia que estamos viviendo adentro de esta choza.

—¿Para qué el Tiempo te va a querer contar una historia? —inquiere Nira incrédula.

—El Tiempo no me revela propósito. Él solo habla y yo lo escucho, me muestra y yo observo y huelo, pero ¿tocar?, eso solo me es posible en el presente, sin importar dónde. En cambio, yo sí he puesto propósito a lo que me cuenta: contar una historia real, contrario a las que se han enseñado en la historia. Una que no está escrita por conquistadores. La verdad universal y absoluta.

—Y no se entiende nada de lo que dice —reprocha Nira—. ¿De qué sirve si está escrita en garabatos?

—Dejarán de ser garabatos cuando una persona lo pueda leer, ¿no crees? —pregunta Amenoóh, sonriente.

Salomeno mira con ojos intrigados, de pronto le pregunta a Amenoóh:

—¿Y cuál es la historia que cuenta el libro? ¿O es también un secreto?

—Acabas de hacer la pregunta que tanto tiempo esperaba escuchar, mi querido amigo —replica Amenoóh—. La historia es sobre «El Amo De Los Tiempos».

Todos se quedan callados y atentos.

—Solo hay un amo, maestro y señor del Tiempo, de todos los tiempos de los individuos pasados, presentes y futuros que vivían, viven y vivirán en todas las tierras del mundo de Ilusonia. Aquel hombre que los domine, que alargue el tiempo de su dominio, que incluso puede extenderlo a futuras generaciones y, también, controle cómo estas recuerdan a las pasadas, es él quien gana el título.

—La’Mourg —dice Salomeno.

—La’Mourg es solo amo de unos tiempos en particular, de aquellos que viven en las tierras del sur, en Jobos. Ustedes, niños de Celes y Sulus, además de eliminar a La’Mourg, están destinados a mucho más.

—Pero acabas de decir que solo puede haber un amo de los tiempos —dice Arias confundido—. Si Nira y yo terminamos con el reinado de La’Mourg, ¿cuál de los dos se convertiría en el amo de los tiempos?

—Todos y ninguno —contesta el viejo.

—¿Eh? —dicen los gemelos.

—Solo una estrella tendrá el poder.

—No entiendo, ¿el Tiempo no va a escoger a ninguno de los dos, pero sí al mismo tiempo? —pregunta Arias—. ¿Y a una de las dos estrellas?

—Jovencito, el Tiempo no escoge a nadie, no espera por nadie y no favorece a nadie. No sean impacientes. Solo tienen que vivir su vida para averiguarlo.

—¿Y qué será de mí? —inquiere Salomeno.

—A ti te abandonará el Tiempo.

Salomeno de pronto se pone de pie de forma brusca, como si le hubieran ofendido esas palabras.

—Creo que ya escuchamos suficiente —protesta—. Me parece que nos veremos mañana en la ceremonia, Amenoóh. Bueno sea. Arias, Nira, nos vamos a casa.

—Uy. ¿Y a este qué le pasa? —susurra Arias.

—¡Shh! ¡Cállate, ya tuve suficientes jalones de oreja por hoy!

Al salir de la choza de Amenoóh, Salomeno se acerca a ellos.

—¡Vosotros sois sastres de vuestro propio destino! Nada, fuera de lo que dictaron los soles está escrito. ¿Entendido? —argumenta Salomeno tratando de disminuir la enseñanza que les acaba de dar Amenoóh.

—Entendido —dicen los dos.

—Vuestro propósito es y siempre será partir de peregrinaje, y liberar a estas tierras. Para eso Celes y Sulus se han hecho carne en vosotros.

El rostro tenso de Salomeno se ablanda para obsequiarles una sonrisa, demarcando valles, llanuras y montañas a lo largo de las arrugas que se materializan en la topografía de su rostro. De pronto, unas malas noticias endurecen su expresión.

—¡Bueno sea, Salomeno! Bendecidos sean, Arias y Nira —dice corta de aliento una de las centinelas del campamento—. Tengo graves noticias para sus altezas.

—Hablad, ¿qué sucede?

—Hemos encontrado varios cadáveres de intrusos. Más de una decena de ellos,  y cinco de los nuestros. ¡Hemos sido invadidos!

Es de madrugada en Savana. Los rayos de Celes se avecinan por la ventana de la caseta de Salomeno, impactando en el rostro de Nira y privándola del sueño.

—¡Todavía no! —le grita ella a Celes, mientras entierra su cara debajo de la almohada.

Solo hay una cosa que Nira odia más que levantarse demasiado temprano en la mañana, y es oír el cantar desentonado de Salomeno a tales horas. Se revuelca furiosa entre las sábanas, murmullando incoherencias. De pronto, alguien la patea en las posaderas.

—¡Nira, despierta! —grita Arias con una sonrisita en la cara que la pone más rabiosa.

—Venid, Nira, no quiero esperar un segundo más —le advierte su maestro.

—Bueno sea, abba —dice Nira con desdén mientras se incorpora y frota sus ojos.

—Bueno sea, mi niña. Os estoy preparando un desayuno fuerte. Hoy estaremos los cuatro ciclos del día afuera, trabajando.

—¡Sí, Nira! ¡Hoy saldremos con Marcelo, Arbitán y Yázbet a buscar a los asesinos! —anuncia Arias con bravura.

—Qué bien. No puedo esperar para morir —le responde Nira sarcástica—. En realidad no tengo tiempo para eso, ahora me urge más hacer pipí, así que, si me disculpan…

—No os tardéis demasiado. Procurad no pasar mucho tiempo sola, que esos malhechores andan por ahí.

Nira se adelanta a la salida de la tienda y dice:

—No te preocupes, abba, que yo tengo ojos detrás de mí, es… ¡Aaaah!

—¡Hola, Nira! —saluda Aguín de súbito en la entrada, con una gran sonrisa.

—¡Huy! ¡¿Qué ya no se puede salir por esta puerta en paz?! —protesta Nira. Entonces se percata de que el muchacho está acompañado por un grupo de niños.

Salé amiobah ediruk Ceres Sarus Hururk

Halom lombah euh nierr sebu…

Cael summi evasion aumbeue…

Varios de los niños repiten a coro, y en sus propios lenguajes, la letanía que significa: «Bendecida sea la niña de Celes…».

—Ya, ya, ya. ¿Y quiénes son estos?

—¡Ellos son Lilia, Tuk, Edard, Adonis, Lucia, Jared…!

—Sí, sí, sí, pero ¿qué vienen a hacer aquí?

—Pues me invitaste ayer a desayunar con ustedes, ¡así que le extendí la invitación a mis amigos!

—¿¡Qué!? —Justo antes de que ella terminara de reclamar, los niños ya se habían metido en la casa.

—¡Bueno sea, Salomeno! —dice Aguín jubiloso, corriendo alrededor de él. Los otros niños le siguen el paso y saludan a coro en sus respectivos idiomas entre risas.

—Bueno sea, niños —ríe Salomeno—. ¡Me parece que tendré que cocinar más huevos de tortolillas para todos hoy!

—¡Bendecido sea el niño de Sulus! —dice Aguín de improviso, al toparse con Arias.

—Bueno sea, Aguín y compañía. ¿Quieres venir a vernos entrenar hoy? —le sugiere Arias.

—¡Arias! —refuta Nira furiosa, ya que siente que Aguín se pone muy tedioso en las sesiones de entrenamiento. Le molesta que su hermano use a Aguín para lucir sus habilidades y así alimentar su ego—. ¿Acaso se te olvida que hay asesinos merodeando Savana? ¡No podemos andar con todos estos niños!

—Está bien. Que solo venga Aguín —insiste Arias.

—¡Gracias, Nira! —Aguín da un salto de alegría.

Los niños echan a correr como una estampida de jabaneros por la sala, pasando sin cuidado entre las reliquias de Salomeno.

—¡Ey, cuidado que no rompan nada! —ordena Nira, ansiosa.

De pronto, una figura grande se impone alta sobre los niños, emitiendo un horrible rugido, con los ojos amarillentos y una barba larga que se columpia en su pecho.

—¿Qué es eso que huelo? ¡Siento la peste de unos niños impostores en mi casa! Badabám, badabám, ¿dónde estáis? —brama Salomeno haciéndose pasar por un gigante, con dos huevos de tortolillas encajados en las cuencas de sus ojos.

Aguín y los niños escapan de Salomeno mientras él los persigue. Los atrapa uno a uno y se los pone debajo del brazo.

—¡Uno, dos, y… tres niñitos! Badabám, bararóm, para hacer un sopón.

—Este está de buen humor hoy —le musita Arias a su hermana en el oído.

—No —dice Nira agitando la cabeza con desaprobación—. Él es así con cualquier otro niño que no seamos nosotros.

Nira mira a su hermano, algo extrañada.

—¿Y por qué estás tan fañoso hoy, Arias?

—No me lo vas a creer. Hoy me levanté con un resfriado.

—¿Qué? Huy —dice Nira aterrada, recordando la premonición de Amenoóh la noche anterior—. Cállate, por favor, no quiero oír más.

Salomeno, Arias, Nira y el resto de los niños pasan una gran parte de la mañana hirviendo huevos de tortolillas. Hornean panes y dulces y terminan preparando un zumo de caña. Todo está listo; Salomeno y los niños salen a sentarse afuera de la casa, forman un círculo, y empiezan a comer.

De pronto, el desayuno es interrumpido por un grupo de hombres.

—Bueno sea, Salomeno. Bueno sea, chiquilines —dice una voz que Arias y Nira reconocen al instante.

—¡Tío Marcelo! —exclaman los gemelos al recibirlo con un abrazo, y se percatan de que anda acompañado por Arbitán, Yázbet y otros cuatro soldados, todos bien armados.

—Guau, tienes un gran ejército contigo, tío —exclama Arias con asombro.

—¡Bueno sea, mis altezas! —saluda Yázbet.

Arias se queda paralizado y mudo, como si la presencia de Yázbet lo hechizara.

—¡«Bueno sea» te dijo la chica, Arias! ¿Acaso no le vas a contestar a la dama? —indica Marcelo jocoso, al tiempo que le siembra una palmada en el centro del pecho, rompiéndole el encantamiento de inmediato.

Arbitán se dirige a Salomeno:

—Hemos recolectado todos los cadáveres de los intrusos. Están expuestos en la plaza. Creo que usted debe pasar a examinarlos.

—No perdamos más tiempo. Vayamos a ver qué mal nos acecha.

Son un total de dieciséis cadáveres. Están en fila, visibles ante todos en la plaza de Savana, en temprana etapa de descomposición.

—Mercenarios y asesinos —asevera Salomeno de inmediato—. Qué desperdicio de vida.

—¿Qué significa esto? —pregunta Arias.

—Que estamos siendo observados por agentes contratados por La’Mourg —responde Salomeno preocupado, mientras se pasea entre los cuerpos inertes, estudiándolos con detenimiento.

—¿La’Mourg? ¿Para qué? ¿Qué están buscando? —pregunta Nira con una ansiedad palpable.

—A vosotros dos. Buscan a los dioses que están destinados a destronarlo.

Nira se pone tan lívida como los muertos.

—¡Pues hay que buscarlos cuanto antes! —ruge Arias, bravo.

Salomeno se agacha y escudriña las muñecas de los cadáveres. Muchos de ellos tienen insignias tatuadas.

—Vienen de diferentes gremios —revela Salomeno—. Algunos no son mercenarios, nada más que asesinos. Posiblemente esclavos de La’Mourg. Este, por ejemplo, tiene la marca en el cuello.

—¡No quiero ver! —Nira oculta el rostro entre los drapeados de Salomeno para evitar ver al cadáver.

—Sugiero que expongamos los cuerpos a lo largo de Savana —dice Arbitán—. Deberíamos crucificarlos para que sirvan de escarmiento.

—En Savana no hacemos barbaries como esa —rebate Salomeno—. Esta es una tierra para los vivos. Solo La’Mourg y los dairios usan semejantes tácticas.

—Necesito hombres por todo el perímetro. Tenemos que encontrar a estos intrusos cuanto antes. No tomará mucho tiempo para que estén al tanto de que los hemos descubierto. Proseguirán a atacarnos pronto y de la manera más inesperada y desesperada. Esos asesinos deben saber que no les queda mucho tiempo.

Marcelo se acerca a su hermano y, con semblante preocupado, le dice:

—No vamos a encontrar otra tierra más oculta y valiosa que esta. No podemos dejarlos escapar. Hay que ir a cazarlos, como sugirió Arias.

—¡Yo quiero ayudar! —dice el niño con bravura.

—¿Estás loco? —pregunta Nira ansiosa—, ¿acaso te quieres morir?

Abba nos lleva preparando para este momento por años —replica Arias—. Es hora de que le demostremos que no fue en vano.

—Vendrán con nosotros —ordena Salomeno para sorpresa de Marcelo y los niños.

—¿Qué? —pregunta Nira en un grito, alarmada.

—Meno, te ruego que reconsideres. Son solo unos niños —discrepa Marcelo.

—Arias tiene razón: si espero de ellos cometidos mucho más riesgosos en revoluciones solares venideras, urge que los ponga a prueba ahora que son pequeños.

Salomeno se incorpora en medio de la multitud, buscando la atención del pueblo.

—Es evidente que hemos sido invadidos. El enemigo puede estar en cualquier lugar; es posible que estén entre nosotros. Tenéis que estar alerta y avisar de cualquier movimiento extraño que notéis en el campamento. Cada centinela deberá hacer veladas ininterrumpidas a lo largo de Savana. Haremos esto hasta que encontremos al último de ellos. Ya hemos perdido a cinco hombres; no quiero perder a alguno de vosotros.

Salomeno se da la vuelta en dirección a los cadáveres.

—En cuanto a los invasores, quemadlos. Quemadlos a todos con fuego. Que el dios de la muerte los acoja, porque el de la vida los ha abandonado.

***

Los cuerpos están preparados en una hoguera, apilados sobre paja y troncos de madera. Salomeno los prende en llamas. Arias y Nira ven la columna roja ardiente que se levanta feroz, envuelta con un humo negruzco que carga consigo una horrible peste a piel quemada. La madera y los cuerpos crujen y lloran al quemarse. A Nira le llega a los adentros un pavor repentino. Un buche de vómito le sube caliente y amargo por la garganta. La amenaza para ellos es tan real como el calor que sienten del fuego.

—Eso debe dejar el mensaje bien claro. Hagamos marcha —ordena Salomeno.

—¿Y vas a dejar que el hijo de Nérida vaya también? —pregunta Marcelo, refiriéndose a Aguín.

—Arias y Nira le prometieron que nos acompañaría. Deben cumplir con su promesa y cuidar de él.

—¡Yo no prometí nada! —se queja Nira.

—Sí, lo habéis hecho. La palabra de un dios tiene peso. Y no crean que se han escapado de vuestras tareas, que las harán mientras nuestras escoltas vigilan el perímetro.

Uno de los soldados le hace llegar a Salomeno y a los niños un bisgón, cuadrúpedo de carga sumamente pesado y poderoso, peludo y de extremidades musculosas. Sus patas tienen dos fuertes pezuñas flexibles, acompañadas de un pulgar diestro y fuerte que les permite andar y trepar por cualquier tipo de terreno.

—¡Arriba! —ordena Salomeno al ayudarles a montar. Marcelo y los otros guardias los siguen a trote en sus cabaos.

***

—Es un día hermoso para cabalgar, ¿no es así, muchachos? —se admira Marcelo ante una llanura forrada por un matorral verduzco lleno de hierba y flores silvestres. En el cielo están Celes y Sulus, lanzando rayos de luz que acaloran la piel de los jinetes. Entre los dos soles cruza Páteras con los anillos bien definidos, mostrando tonos rosados, amarillos, naranjas y púrpuras.

—Creo que este lugar está bien para comenzar —indica Salomeno—. Bajaos de vuestras monturas. ¿Estáis listo, Arias?

—Listo, señor —afirma el niño con fiereza, al empuñar su espada de madera.

—Echad vuestra espada a un lado, hoy entrenaréis con una de verdad.

—¡Guaau! —exclaman Arias y Aguín.

—¿Me puedo quedar con su espada, Arias? —le suplica Aguín.

—Es tuya, caballero Aguín —responde Arias, mientras toca ambos hombros de Aguín con la hoja de madera, otorgándole un imaginario título de caballero.

—¡Guau, gracias! —exclama el pequeño caballero al recibir el obsequio.

Nira bufa, hastiada, y saca un libro de aventuras.

—¡Vamos, chiquitín, yo voy a ti! —le vocifera Marcelo a su sobrino.

—¡Enhorabuena, Arias! ¡Sulus brilla fuerte hoy! —le grita Aguín.

Salomeno se para a varios metros ante el niño en silencio, sereno. Desde su cintura, desvela una espada larga y curva como el arco de Páteras. La hoja no está desnuda, todavía está dentro de su vaina.

Arias muerde sus labios. Sus piernas piden temblar, pero el niño las sostiene, firmes. Arbitán le hace entrega de una espada de acero. «Está pesada», se dice Arias. Salomeno camina hacia el pequeño dios, y lo punza en el hombro con la punta de la vaina.

—¡Ataque por vuestro hombro izquierdo! —grita Salomeno.

—¡Me agacho y conecto al costado derecho! —Arias se agacha y trata de golpear a su maestro en el mismo lugar, pero Salomeno interrumpe el ataque con la vaina de su espada.

—¡Estocada en el centro del pecho! —Salomeno presiona la punta de la vaina en el pecho del niño, causándole un dolor profundo que lo deja escaso de aire.

—¡Escapo hacia atrás, pareo el ataque, giro y conecto en la garganta! —Arias lanza un golpe tímido al cuello de Salomeno.

Salomeno parea el ataque con facilidad y empuja al niño con fuerza. Arias trata de mantener el balance y cambia su postura de combate, sosteniendo el sable sobre su cabeza con ambas manos, una postura difícil de conseguir por su brazo maltrecho; sin embargo, se obliga a ella para no verse débil frente a su maestro. Salomeno se despoja de su capucha y deja que el viento la eche a volar hacia el campo abierto.

—Un general con un ejército superior al vuestro os enfrenta en el campo de batalla. ¿Cuál es vuestro primer paso?

—Finjo desventaja, pretendo que soy más débil, ¡cuando lo tengo convencido, revelo mi fuerza real y lo tomo por sorpresa! —ruge Arias mientras esquiva un golpe de Salomeno.

El maestro lanza otro espadazo con la vaina de su espada, seguido por cuatro más. El pequeño sol apenas puede competir con la velocidad.

—¿Y qué hacéis una vez lo tenéis confundido?

—Busco su área más débil y la exploto, confundiéndolo más aún y desmoralizando a sus tropas, obligándolo a improvisar una estrategia. Luego ataco sin piedad mientras él revisa sus maniobras, haciéndolo fallar cada una de ellas.

Al decir esto, Arias conecta una serie de ataques furiosos. El niño intenta culminar con uno mortal. Salomeno desnuda entonces la espada de virilio y, al hacerlo, se produce un cántico agudo que se escucha por toda la llanura. El virilio besa el acero de la espada de Arias, que se quiebra como si fuera vidrio. El niño cae con una cortada en la mano.

—¡Aaaaah! —llora aterrado, mientras mira la sangre.

—¡Arias! —grita Nira con lágrimas en los ojos— ¡Abba, no sigas, por favor!

—¡Callad! —brama Salomeno, dejando a Nira con las próximas palabras en la garganta—. ¡Levantaos! —le grita ahora a Arias con furia, tirándole una espada nueva en el suelo—, ¡no os dejéis intimidar por una herida superficial!

Arias se avienta para recuperar el arma. Salomeno le da un empujón con el pie y el niño se revuelca en la tierra. El maestro le ordena que se levante a recuperar su espada. Arias trata de hacerlo varias veces, pero esta pesa demasiado y se le resbala constantemente de la mano ensangrentada. El niño se rinde y se arrodilla a llantos. Se siente derrotado y avergonzado.

—Os estáis humillando.

Arias siente que no puede más con la deshonra. Salomeno le hinca en la garganta la punta de su sable de virilio.

—Dadme cuatro ejemplos de ataques pasivos.

—Sabotaje, extorsión, espionaje, sanciones, soborno… y propaganda —solloza Arias con la voz trémula, ahora tragándose las ganas de llorar.

—Esas fueron seis. Bien dicho, Arias —finaliza Salomeno al retirar la espada, que le deja un lunar de sangre en el cuello—. De haber sido este un duelo real, estaríais muerto. No podéis perder el control de vuestras emociones al momento de ser agresivo. Una mente poseída es fácil de matar.

—¿Qué le pasa a Salomeno últimamente? —le pregunta Nira a Marcelo—, ¿por qué está siendo tan rígido con él?

—Pienso lo mismo —responde Marcelo—. He visto suficiente.

—Meno, ¿puedo hablarte un momento?

Marcelo se acerca a Salomeno y se lo lleva a un lado.

—Meno, ¿no crees que te estás excediendo con el chiquillo?

—Soy tan duro como lo requiere su entrenamiento. Si queremos que Arias lidere a un ejército que lo lleve a independizar a Jobos, debe aprender a soportar penas y derrotas. Miradlo con Aguín, apenas puedo distinguirlos uno del otro.

Marcelo vuelve la mirada hacia Arias; junto a él está su amigo, que lo ayuda a levantarse como si fuera su ídolo.

—¡Guau, Arias! ¡Esos ataques que le diste a Salomeno fueron geniales! Me tienes que enseñar esa movida.

—Son solo unos niños, Meno.

—Vos sabéis que no es así.

—Yo solo sé que sí lo son —insiste—. Arias está hecho todo un campeoncito. Los otros días lo vi montar a una de las icoteas salvajes. Cómo la corría, el charlatán. Nunca había visto a alguien capaz de montar una y él lo hizo solo, sin terminar molido en el suelo. Tuvo la iniciativa de construirle una montura, con riendas, estribos y todo. Ese melenudo es otra cosa. Lo subestimas.

—Tiene mucho talento. Pero creo que lo estáis glorificando demasiado.

—Vamos, Meno, no seas tan rígido. No está de más regalarle uno que otro aplaucito.

—Arias no debe depender de ovaciones. Eso solo lo hará más vanidoso.

—¿Eso dice el maestro que le pone una espada en la mano? ¿La Serpiente Traga Hombres?

—Existe una gran diferencia entre ser un hombre vanidoso y lo que quiero lograr con él. Arias va a conquistar el continente, y debe estar preparado. La búsqueda de aceptación constante lo hará vulnerable a la derrota.

—Yo creo que lo vuelve sensible —insiste Marcelo—. Y esa es una cualidad que falta en muchos líderes.

—Cuidado con lo que insinuáis, Marcelo.

—Te has puesto demasiado rígido con ellos. Como si fueras un amo y ellos tus esclavos. Pienso que lo haces no tanto para prepararlos para el futuro. Lo haces porque temes.

—Marcelo… muchas veces no entendéis un carajo de nada en lo absoluto. Pero si hay algo que entendéis mejor que yo, es el espíritu humano. Me leéis perfectamente. Estoy aterrado. Tengo miedo de perderlos —admite Salomeno con la voz quebrada—. Los enviaré de peregrinaje y está en mí lograr que sobrevivan.

—Páteras los protegerá. Y los prepararemos bien, Meno. Pero ellos tienen que disfrutar y encontrarle corazón a lo que hacen —le asegura Marcelo a su hermano al proporcionarle un fuerte apretón de manos, seguido por un abrazo. Salomeno le devuelve una sonrisa que le hace recordar a Marcelo de cuando eran niños, cuando la vida era menos compleja y un poco tonta.

***

Termina el cuarto y último ciclo del día y Salomeno decide darle un espacio a Arias para que se recupere. Ahora la noche se hace ver en el cielo y las estrellas comienzan a despertar. Salomeno decide darle una lección a Nira a solas. Ambos suben por un cerro con matorrales altos que el maestro desnuda con su sable de virilio. Nira no le puede quitar la vista a la hoja curva, que brilla con la luz de las cuatro menudas lunas en el cielo.

Abba, ¿me dejas ver tu espada? —pregunta Nira curiosa, esperando un «no» por respuesta. Para su sorpresa, ve que su maestro extiende el brazo con la espada empuñada. Parece que podría hincar una de las lunas con su punta. Se da la vuelta hasta quedar ante la niña, que lo contempla. Salomeno deja el arma reposar en las palmas de las manos de Nira.

—¡Se siente como una plumita! —exclama ella sorprendida—. Apenas siento que tengo algo en las manos.

La hoja resplandece ante Nira, que contempla su rostro sonriente reflejado en ella.

—Esta espada no es común —indica Salomeno, hincándose en una rodilla—. Como sabéis, su hoja no está hecha de metal, sino de virilio, un tipo de diamante más raro que cualquier otro material encontrado en este mundo y más fuerte que cualquiera de ellos, además de inmune al calor, lo cual lo hace muy difícil de modelar. Solo un alquimista puede forjar una espada con virilio. Si hay algo más raro de encontrar que el virilio en estos tiempos, son los alquimistas mismos.

Nira está asombrada. Encuentra el arma hermosa.

—Hay mucho que podéis aprender con tan solo estudiar este artefacto —indica Salomeno—. No es meramente una herramienta para matar, mi niña. Es un recordatorio de mis límites y pecados.

El maestro camina detrás de Nira y pasa ambos brazos alrededor de ella con la espada empuñada. La niña ve los brazos de Salomeno como si fueran los suyos, estos dirigen el filo de la espada hasta que queda paralelo al campo de visión de la niña; su grosor es tan fino que Nira ve la hoja desaparecer de su vista.

—Poned vuestras manos sobre las mías —le pide Salomeno.

Nira asienta sus manos delicadas sobre las colosales y ásperas de su maestro. Él maniobra los brazos de la niña de un lado a otro, haciendo bailar el sable con una naturalidad elegante. La hoja emite un cántico que se produce cuando la navaja corta el viento, con una tonada que ella encuentra tan aguda como hermosa. Deja a las criaturas cantoras más bellas de la noche mudas de envidia.

—Este artefacto dota a todo aquel que la lleve de una fuerza y autoridad que lo eleva por encima de toda persona. La vida de vuestra víctima está a merced del filo de esta espada. Nunca olvidéis que el otro filo siempre os estará mirando directo a los ojos: cada acción que toméis sumará en vos un peso con el cual cargaréis por el resto de vuestra vida.

El sable se retira del rostro de Nira. El silbido eriza los vellos de la parte trasera de su cuello. El mismo chillido frío que han oído por última vez muchas de sus víctimas.

Salomeno vuelve a poner el arma de forma horizontal ante la niña, esta vez destacando la empuñadura. Nira puede ver por primera vez de cerca los grabados detallados que tiene el mango, líneas curvas y elegantes con diseños inspirados en animales y plantas.

—Está hermoso —dice la niña maravillada.

—Muchas veces siento impulsos como vos, estos acometen en contra de mis ideales. Para evitar ceder al coraje, me he impuesto límites físicos. Si observáis con atención, podréis notar que la empuñadura tiene otra navaja, un tercer filo.

Nira nunca había oído de un tercer filo en una espada. La hoja es diminuta y fácil de perder.

—Para usar mi espada sin cortarme, tengo que cubrir mi mano con esta correa de cuero —indica Salomeno, mientras desenvuelve la correa, revelándole a Nira varias cicatrices profundas en su mano. Una lágrima huye de los ojos de la niña al pensar que había visto estas cicatrices toda su vida y siempre desconoció su origen.

—Cada una de estas cortaduras representa una mala decisión en mi vida —admite Salomeno, suave y triste—. Todas menos una.

Los ojos de Salomeno se enrojecen como sangre. Nira pasa sus dedos alrededor de las cortaduras y le da a su maestro un abrazo que él no esperaba.

—Bueno, mi niña. Volvamos al campamento. Sabéis bien que a vuestro hermano hay que tenerle el ojo siempre encima. Le gusta hacer sus ejercicios a su forma, o manipula a Marcelo para que se los termine.

Nira le sonríe a su maestro y ambos descienden el cerro, dirigiéndose a donde se encuentran Arias y el resto del grupo.

***

Salomeno, junto a Marcelo y los centinelas, llevan a los niños a un cultivo natural. Los arbustos están llenos de unas frutas amarillas.

—Parece que ya se ha madurado el mabí —le indica Salomeno a los gemelos.

—¡Perfecto! —exclama Marcelo, mientras se frota las manos con emoción—. Traje el material que necesitamos para prepararlo. Solo me falta instalarlo.

—¿Sabíais que el mabí tiene varios usos? —pregunta Salomeno a los niños—. Es bien efectivo para desinfectar heridas; también es una de las mejores anestesias. Sin embargo, no le daremos ninguno de estos usos hoy —dice Salomeno, al momento de presentarles una sonrisa pícara—. ¿Podéis adivinar qué haremos hoy con ella?

Arias y Nira se miran, confundidos.

—Firraje —revela Salomeno.

Arias y Nira se encogen de hombros.

—Es un estimulante muy potente. Lo usábamos en Gálica cuando pasábamos días de hambre y dolor en las trincheras. Os voy a enseñar a producir un aceite que, al ser ingerido, puede elevar vuestras percepciones a los más altos niveles. —Salomeno empieza a recolectar las frutas y las coloca dentro de un saco. Aguín y los gemelos lo ayudan.

—Daros deprisa, que Amenoóh espera por nosotros en la aldea para iniciar vuestra ceremonia. Creo que vosotros podréis disfrutar mejor del espectáculo bajo el efecto del firraje.

—¿Acaso es un alucinógeno? —pregunta Nira, extrañada—. ¿No crees que eso puede ser un poco peligroso?

—Vosotros estáis listos para tener nuevas experiencias. Además, el firraje es parte de las tradiciones heredadas de mi tribu. La droga desnuda nuestros sentimientos, estimula lo más puro de nosotros. Mucha gente la usa para callar el dolor que los atormenta; es ahí cuando puede ser letal para el espíritu. Pero no os preocupéis, que cuidaremos bien de vosotros para que esto no ocurra.

—Eso no me tranquiliza mucho que digamos —lamenta Nira.

—A… luci… no… —trata de decir Arias.

—A-lu-ci-nó-ge-no, bobo —lo corrige Nira.

—Cuando jóvenes, solíamos usarlo con nuestros padres. Lo que os voy a enseñar es un ritual de Realejos. A veces juntábamos a todo el vecindario para consumirlo y nos sentábamos a hablar hasta que se nos fuera el efecto.

—Qué, ¿no podían hablar sin usar esa cosa? —pregunta Arias, algo imprudente.

—No era para hacernos hablar, sino para ayudarnos a hacerlo con más profundidad, de ideas que no nos habríamos atrevido a discutir estando sobrios, o que simplemente no se nos hubieran ocurrido.

—Yo no quiero que Nira me vea por dentro. Está media loca —argumenta Arias con tono burlón.

—Me haces un favor —le asegura su hermana—, verte por dentro me pondría bruta.

—Bueno, ya está bien. Prestad atención a lo que estáis haciendo. Hacer firraje es un arte, y cualquier error puede dañar la mezcla.

Los tres dedican varias horas a preparar el firraje bajo las instrucciones de Salomeno. Luego de cubrirse la boca y la nariz con turbantes, los niños se ponen a triturar las frutas con los pies hasta que las convierten en una pasta viscosa, que esparcen en unos capachos que luego sellan, para después espetarlos en una vara larga con rosca. Luego ponen un capacho sobre otro hasta que forman una torre. Marcelo hierve agua y la vierte por encima de la torre de capachos; con esto separa los aceites de la fruta de mabí. Salomeno indica a los gemelos que pongan un disco de piedra por encima de la torre y, con una manigueta de madera y la fuerza de los cuatro, la empujan para que el disco de piedra baje por la rosca de la vara. El disco aplasta los capachos y exprime el aceite de la pasta, que baja puro por un canal y se deposita en un recipiente en el fondo.

—Ahora es solo cuestión de filtrarla y dejarla reposar —indica Salomeno—. Marcelo hará esto mientras hablo con Arbitán, quiero ver qué noticias me da de la búsqueda de los mercenarios.

—Vengan, chiquitos, ayuden a su pobre tío —les pide Marcelo, a quien siguen al pie de la letra hasta terminar de producir un sedoso y delicado aceite de color miel.

—¡Listo! Miren qué belleza, parece oro —indica Marcelo, sosteniendo un frasco con el aceite—. Subamos a esa colina a esperar a Salomeno. Prepárense para un viaje que nunca olvidarán.

Arias, Nira, Marcelo y Aguín suben la colina. El cielo está negro y estrellado.

—¡Arias, Arias! —llama Aguín emocionado— ¿Cuál es tu constelación, aquella que Salomeno te enseñó?

—Esa de allá arriba, entre esas dos lunas. Es un hombrecito con una espada, ¿la ves? —le deja saber Arias.

—¡Guau! —responde Aguín, fingiendo que ha entendido su forma—. ¿Y la tuya, Nira?

—Temía que no ibas a preguntar —dice Nira con hipocresía—. Esa que esta allí, ahí solita.

—¡Guau! —repite Aguín.

—¡No me digas «guau»! —espeta Nira—, esa constelación ni se entiende lo que es. Se supone que es una niña que seca su cabello en un río y que cada gota de agua es una estrella que se lleva la corriente. Yo, en realidad, no veo nada. Cada tribu le inventa un significado diferente.

—Es muy bonita, Nira —contempla Aguín—. Tienes las estrellas más brillantes del cielo. Te las mereces todas.

A Nira le toma por sorpresa el cumplido de Aguín, y no puede evitar sentirse conmovida.

—Gracias, Aguín —le contesta con una sonrisa.

—Esa que está allá arriba es la constelación Marcelo —ríe Arias.

—¿Y qué hace su constelación? —pregunta Aguín.

Arias mira a Nira y Aguín, con una risa contenida en la boca.

—¡Se está sacando los mocos!

—¡Recuerda que sigo aquí, jovencito! —objeta Marcelo.

Los niños rompen a reír, seguidos por el tío. Sus risas se escuchan por todo el monte.

—Parece que queréis traer a los mercenarios aquí —bromea Salomeno al llegar.

—Ya era hora. El firraje está listo —dice Marcelo mientras busca el aceite.

—Escuchad, niños: Marcelo y yo usaremos el firraje primero. Vosotros luego seguiréis nuestras instrucciones. Esto que vamos a hacer es peligroso.

—¡Entendido! —dicen Aguín y Arias. Nira no añade nada; está aterrada.

—Lo primero que vais a hacer es relajar todas las partes de vuestro cuerpo.

—Meno, ¡pero qué mucha mierda hablas! ¡Acaba y dale una calada! —interrumpe Marcelo—. Hoy no vamos a ponernos a buscar ni a Celes, ni a Sulus, ni a la madre que los parió. Vamos a pasarla bien. Dale un descanso a estos muchachos, que bastante duro te trabajan.

Salomeno le lanza una mirada amarga a su hermano y procede a poner sus labios en la boquilla. Esta se conecta a un tubo hecho de tripa de gazibo que se extiende hasta que se acopla al frasco donde esta almacenado el aceite de firraje. Salomeno succiona el vapor. Después de llenarse el pecho, cierra los ojos y lo deja reposar un rato en sus pulmones. Los niños lo observan con detenimiento. Salomeno se mantiene sereno. De pronto, el coraje que sentía por Marcelo se disipa, al igual que la tensión de los músculos de su cara.

—¡Ja! ¡Mira cómo le sale el humo por la nariz! —ríe Aguín.

Salomeno se pone de pie para sentarse entre los niños.

—Nira, vais a aspirar suave. Luego, sostened el humo en vuestros pulmones. Contad hasta tres, y luego lo dejáis salir por la boca.

Nira, algo nerviosa, pone la boquilla en sus labios y succiona.

—¡Agh! —escupe con repulsión. Arias y Marcelo se ríen de ella a coro.

—Tranquila, Nira. Dejad que vuestro cuerpo se acople al firraje —indica Salomeno.

La niña se queda quieta y saborea el aroma. Siente como un bailoteo en la boca, que luego se muda a la garganta y después viaja dentro del pecho.

—¡Es bien suavecito, Arias! —le asegura ella—. En verdad no es tan… ¡Gaah! —La niña empieza a sentirse mareada, con un ardor en los ojos. Al ver a su hermano, divisa a dos y tres espejismos de él, seguidos por cuatro y cinco que se contorsionan frente a ella.

—¿Qué le está pasando a mi cuerpo? —grita Nira bien fuerte, jurando que está hablando.

—Tarda un poco en darte la patadita, ¿eh, Nirita? —bromea Marcelo, riendo.

Salomeno ahora se sienta con Arias y le repite las mismas instrucciones que le dio a Nira. El niño toma el frasco en sus manos y se sienta derecho para forzar un semblante valiente, y así impresionar a su maestro.

—Mira cómo se hace —le dice Arias a su hermana, combativo.

El niño inhala el humo siguiendo el conteo de Salomeno. El sabor delicado del firraje revolotea en su interior. Lo encuentra exquisito. El resfriado se va, siente su corazón liviano, sus nervios se calman. Una sensación de frío placentero se adentra en su pecho.

Arias exhala el firraje y ve cómo el humo se disipa fuera de su boca, hacia el cielo estrellado.

—¿Qué tal? —pregunta Aguín.

Arias apenas escucha a su amigo con su voz natural. Lo oye chillón y demasiado cerca. Percibe todos los sonidos con una definición alucinante. De improviso, escucha un rasguño terrible dentro de su cabeza: al mirar a su lado, ve a Marcelo rascándose la barbilla con las uñas. A su otro lado escucha una ráfaga de viento que levanta un olor dulce y refrescante; es la brisa que acaricia las flores en la lejanía.

Su hermana está alarmada. Trata de encontrar a Arias con la mirada, pero al hallarlo, lo ve suspendido en el aire. Él se retira lejos y más lejos, hasta que se pierde en la oscuridad.

—Me parece que los niños están listos para su ceremonia, ¿qué opináis, Marcelo? —pregunta Salomeno.

—Creo que están lo suficientemente arrebatados, Meno. Diría que están listos —responde Marcelo entre carcajadas con la boquilla del firraje en la boca.

—Levantaos, que os tenemos una sorpresa.

—¡No quiero más sorpresas! —gime Nira con la mirada perdida.

—El pueblo se ha reunido para honrarlos y Amenoóh tiene un espectáculo preparado para vosotros —dice Salomeno—. Apresuraos, que nos están esperando en Savana.